En 1974, después de entrevistar a Yasir Arafat en un campo de entrenamiento libanés del grupo armado Al-Fatah, una esquirla de una granada se clavó en un brazo de Miguel de la Quadra-Salcedo. La herida sangró abundantemente, pero no entrañó mayores consecuencias, y el reportero, hombre recio de fuerte complexión física, decidió dejar el trozo de metal incrustado en su cuerpo. A partir de entonces, cada vez que subió a un avión, los arcos de seguridad de los aeropuertos se encargarían de recordarle aquel pasaje de su vida. «En sus últimos años nos pidió que no le enterráramos con la esquirla, así que el día de su muerte, con su cuerpo ya en el ataúd, agarré una navaja, le abrí el brazo y se la saqué», cuenta su hijo Rodrigo señalando el trozo de chapa que lleva colgando del cuello, del que jamás se separa, delante de la foto en blanco y negro de su padre junto al líder de la Organización para la Liberación de Palestina.

La imagen forma parte de la exposición Miguel de la Quadra-Salcedo, una vida de aventura que hasta el 3 de mayo mostrará a los visitantes del Museo de América de Madrid dos centenares de artilugios recopilados por el reportero en sus múltiples excursiones por el mundo. El conjunto de piezas, entre las que hay documentos de viajes, vestigios precolombinos, una gran variedad de fotos y hasta las cámaras que usó en sus reportajes, pertenece al legado personal del trotamundos que sus familiares, cumpliendo el deseo que dejó expresado antes de fallecer en mayo del 2016, han donado a este centro cultural.

Más que la Ruta Quetzal

Los más jóvenes asocian su inconfundible bigote de explorador decimonónico a la Ruta Quetzal, el proyecto cultural que ideó y lideró durante tres décadas para pasear por las entrañas de América a 10.000 menores españoles y latinoamericanos. Los nacidos antes de 1980 recuerdan sus reportajes para Televisión Española desde cualquier rincón del planeta, lo mismo en la guerra de Vietnam que en la de Biafra, igual en la selva del Congo que en la estepa helada de Groenlandia o en el desierto del Sahara.

Pero son menos los que saben que antes del reportero estuvo el Miguel atleta de élite e incluso el actor de cine. De joven, De la Quadra-Salcedo batió varias plusmarcas nacionales de halterofilia y lanzamiento de disco y martillo, e incluso llegó a representar a España en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960. De esta etapa también da cuenta la muestra, que igualmente exhibe varios fotogramas de la película Alejandro Magno, donde se le puede ver haciendo de extra con el torso desnudo junto a Richard Burton.

Fue tras participar en los Juegos Iberoamericanos de Santiago de Chile de 1960 cuando aquel joven inquieto nacido en Madrid en 1932 pero criado en Navarra desde los 5 años tuvo la epifanía que marcaría su vida: impactado ante la visión de una reproducción de un moai en una tienda de la capital chilena, decidió que no volvería a España sin conocer antes las estatuas originales, que se encuentran en la Isla de Pascua. Iba para perito agrónomo, la carrera que acababa de terminar, pero ese día dio comienzo el romance que mantendría a partir de entonces con América, una fascinación que le llevó a vivir tres años en el Amazonas en busca de tribus perdidas y a recorrer el continente entero palmo a palmo.

«Ante todo, mi padre era un gran curioso. Lo investigaba todo, lo preguntaba todo, quería conocer todas las historias que se escondían detrás de cada cosa que descubría», rememora Rodrigo de la Quadra-Salcedo, que creció jugando en casa junto a sus dos hermanos con las flechas, los arcos y las máscaras de origen ancestral que su padre les traía de sus viajes por el mundo.

Acontecimientos históricos

Su carrera de reportero le permitió ser testigo directo de acontecimientos históricos. Levantó acta del asesinato del Che Guevara en Bolivia, fue uno de los primeros periodistas que entraron en la Casa de la Moneda de Santiago tras el golpe de Estado de Pinochet y el suicidio de Salvador Allende, y el primer occidental que se atrevió a poner sus manos sobre el emperador etíope Haile Selassie, osadía castigada con la pena de muerte. Lo hizo para colocarle el micrófono el día que lo entrevistó, a escasas horas de su derrocamiento. «Pero nunca le oías presumir de sus hazañas. Las contaba como fue su vida: como una película de aventuras», rememora su hijo.