Si la semana pasada hablábamos de la última película de Paolo Sorrentino, a propósito de la figura política de Silvio Berlusconi, hoy volvemos a comentar una producción que gira en torno a otro político: el que fuera vicepresidente de los EEUU durante el mandato de George W. Bush (a quien modela con eficacia Sam Rockwell), Dick Cheney. Lo primero que llama la atención del filme dirigido por Adam McKay es la camaleónica capacidad del actor protagonista para encarnar al personaje. Ya habíamos visto en otras ocasiones los radicales cambios de imagen de Christian Bale a la hora de construir sus personajes y sorprendió su gran pérdida de peso cuando rodó El maquinista en el 2004. Aquí consigue no sólo engordar excesivamente para meterse en la piel del tipo que manejó, desde una vicepresidencia, más poder que el mismo presidente, también estudia gestos, expresión corporal y oral para dibujar al biografiado. Y, como se suele decir, lo clava.

La película es más que interesante. Mediante un montaje inteligente y un ritmo trepidante, narra las diferentes etapas de la vida de este político: desde sus primeros tropiezos en la vida de pareja junto a su mujer (muy bien encarnada en Amy Adams), que es quien ha de guiarle en los momentos más complicados e, incluso, llega a sustituirle cuando el corazón le pasa factura, hasta situaciones clave y avatares de diferente índole que marcarán su carrera profesional. Así, asistimos a sus primeros pasos como asistente del tremendo Donald Rumsfeld (Steve Carell), sus días como gris burócrata, la ascensión y caída política, su carrera como alto ejecutivo en grandes empresas, su resurrección como ave fénix de nuevo al más alto nivel...

En definitiva, estamos ante una excelente película que podríamos enmarcar dentro del mejor cine político, donde no sólo conoceremos a una figura que tuvo en sus manos el máximo poder, sino que también nos ayudará a entender un poco mejor determinados períodos históricos de los últimos tiempos.