Cuando las temperaturas castigan en Córdoba, cuando las bibliotecas cierran sus puertas por la tarde, el teatro se va de vacaciones y la Filmoteca deja de programar, echando el cierre a su sala de proyecciones (después de haber rebajado considerablemente la calidad del material exhibido y los días de la semana en activo durante el principio del verano), ahora nos queda una alternativa cultural más que atractiva para noches como ésta en que se hace de obligado cumplimiento la búsqueda de un oásis que nos salve de las altas temperaturas de este año seco y demasiado caliente. Me refiero, por supuesto, a esos locales al aire libre, ambientados con la suficiente vegetación como para que la estancia sea de lo más agradable, cuidados con esmero y donde uno puede encontrarse con el mejor cine de la temporada, estrenos de inminente actualidad y alguna que otra sorpresa para los más exigentes. Los cines de verano, un lujo para nuestra tierra, donde decir cultura en el estío es lo mismo que aludir a un páramo, un desierto. Gracias a estos locales de exhibición cinematográfica al aire libre, dispersos por puntos estratégicos del casco histórico, el espectador puede volver a sentir, o descubrir, esa agradable sensación única que supone asistir a una velada a la luz de la luna, mientras degusta un menú cinematográfico diseñado con inteligencia y esmero.

Todo esto lo he recordado mientras leía en El País un reportaje sobre un grupo de jóvenes que, con la ayuda de grandes cineastas, han conseguido salvar un cine en el barrio romano del Trastévere. Y ha sido cuando he caído en la cuenta de que aquí una sola persona, un héroe local o un tipo genial -como ustedes prefieran-, ha sido capaz de salvar cuatro cines, sin ayuda de nadie. Me refiero a Martín Cañuelo, alguien que ha arriesgado demasiado por esta aventura empresarial que tiene mucho de romanticismo, él solo, aunque los gestione con un gran equipo.