Julian Schnabel, cotizado pintor y muy interesante cineasta (Basquiat, Antes que anochezca, La escafandra y la mariposa ...), nos regala un nuevo acercamiento cinematográfico a la figura del pintor holandés Vincent Van Gogh. Se nota, y mucho, que el director es también artista visual, no solo cuando fotografía paisajes como recogió el autor de Los Girasoles en sus últimas obras, sino también cuando se preocupa de situarnos en el punto de vista del artista y poner en escena sus días en Arlés cuando decidió huir de París en 1886 en busca de otra luz. Podría decirse que en este filme habita una reflexión sobre el hecho creativo (pictórico y cinematográfico), incluso nos permite profundizar en la desesperación y el espíritu creativo, asistimos a momentos trágicos (sin caer en lo melodramático) y se representa el final que defienden las últimas teorías donde se demuestra que no hubo suicidio (Loving Vincent).

Gran trabajo interpretativo de Willem Dafoe, un gran actor que igual compone un personaje a imagen y semejanza de Pier Paolo Pasolini a las órdenes de Abel Ferrara que agarra la paleta y coge los pinceles para dibujar un personaje como este, tan representado en otras producciones; pues bien, nada que ver con “el loco del pelo rojo” que construyó Kirk Douglas para Minnelli. Sencillamente, lo borda… a base de silencios.

Schnabel ha intentado buscar la verdad e introducirnos en su mundo, repleto de pulsiones creativas que lo empujan a colgarse el caballete y portar los utensilios necesarios para buscar composición ideal y luz soñada, plasmándola con colores inventados para la ocasión con pinceladas como navajazos, firmando un increíble número de obras en sus últimos días de vida. Para ello, se utiliza -quizás con exceso- algún recurso como el plano subjetivo o la cámara a hombro, creando cierta sensación de mareo -supongo intencionada-.