La Feria de Mayo todavía invadía el centro de la ciudad y, en el Paseo de la Victoria, el Círculo de la Amistad era punto de peregrinación todos los años para lo mejor de la farándula. Aquella noche del 30 de mayo de 1987, la caseta, ubicada en el espacio que hoy ocupa el Mercado Victoria (referencia que hago para aquellos de la generación que sería incapaz de diferenciar una cabina de teléfonos de una garita de urinarios urbanos), estaba de bote en bote. Los vínculos entre Lola Flores (Jerez de la Frontera, 1923; Alcobendas, 1995) y el Círculo venían de largo. El 29 de mayo de 1951, la ‘Faraona’ ya protagonizó junto a Manolo Caracol y la Orquesta Mario Visconti una cena festival cuya tarjeta de invitación cotiza todavía alta entre los coleccionistas cazadores de fetiches por internet. En 1987 no le iba a la zaga. Volvía a ser el reclamo para la cena de gala del Liceo, un momento en el programa ferial esperado por los socios de la entidad, pero también por los muchos que tiraban de picaresca para entrar de rondón al privado recinto. Yo era socio, pero como no son pocas las veces en las que nos tienta lo prohibido (recuerden aquella canción de Pata Negra que confesaba que «todo lo que nos gusta es ilegal, es inmoral o engorda»), una noche me colé junto a un grupo de amigos por una furtiva vía de acceso que había tras el escenario, y en el caos que se generó al ser sorprendidos por los camareros, para disimular acabé tocando la batería con la banda que se disponía a arrancar con su chin, chin, pum. Si le cogí el compás al tambor es ya otra historia.

Lola solía llevar en su repertorio la canción Mi Córdoba mora, una apuesta segura para levantar a las masas de sus asientos cuando pisaba tablas cordobesas. Aquí siempre triunfaba. Nada de su impagable «si me queréis, irse», al contrario. «Cuantos más vengan, mejor». Me lo dijo en la barra del Círculo al término de otra actuación memorable, huracanada, de las suyas («en Córdoba siempre canto con mucha fuerza y corazón»), a eso de las tres de la madrugada. Por entonces, yo formaba parte del equipo de feria del periódico, y, como aún no tenía galones ni reloj, me encargaron hacerle una entrevista, sí o sí, a una Lola Flores que no vivía, precisamente, sus mejores momentos de ánimo. Aunque una vez en el escenario, vaya si lo disimulaba. Hacía poco que Hacienda la había señalado en público con el dedo para imponerle una sanción ejemplarizante con la que perseguía hacer ruido y demostrar eso de que «Hacienda somos todos», menos los que se conocen al dedillo el mapa de los paraísos fiscales; su hijo mayor, Antonio, no disimulaba su adicción a las drogas, ni tan siquiera cuando subía con la guitarra al escenario. En suma, que era casi más interesante el devenir del mito que el momento profesional de la carismática artista.

«¿Y de qué hablamos?»

Después de más de una hora de repertorio de la ‘Lola de España’, como ella misma repitió varias veces desde el escenario como si nadie lo supiese ya a esas alturas, me recibió en el ambigú con una ráfaga de besos en modo metralleta que me impregnó la cara de cazmín. Más parecía el saludo de una madre al hijo que regresa de la diáspora. «Ponme un whisky»·, le ordenó al camarero sin haber mediado aún palabra; «y tú, ¿qué fumas?», me preguntó. «Ducados», le contesté. «Pues entonces no te doy uno de los míos». Y se encendió a cara de perro un Winston americano de una larga calada. «¿Y de qué quieres que hablemos?». «Pues de todo». El término ‘todo’ es un océano inabarcable. El todo absoluto ilimitado. Un universo. Y así, mientras que con una mano Lola sostenía el vaso largo o un pitillo tras otro y con la otra mano se esposaba a mi antebrazo como queriendo impedir mi noctámbula huida antes de que en la noche mi paciente presencia se volviese a convertir en ratones y calabazas, se emocionó al hablarme de su relación con Córdoba. Más que la ‘Lola de España’ era la ‘Lola del pueblo’: «A ver si el alcalde (Herminio Trigo) me contrata y actúo en la plaza de toros, con precios baratos, para que esta ciudad entera y la juventud puedan verme». Nos pedimos otra ronda de whiskis y, como era inevitable, el diálogo varó en sus problemas con el fisco: «Yo metí la pata porque no declaré a Hacienda. Pero saldré adelante con mi trabajo, sin pedirle nada a nadie, con la única ayuda de Dios, para que me dé fuerzas. De todas formas, hay personas que han querido aprovecharse de mi imagen para su beneficio y han montado demasiado revuelo». Con la Caseta del Círculo ya semivacía, volvimos a llenar. Su paquete de Winston rodaba como una bola por los suelos, y eran entonces mis Ducados los que pasaban de mano a mano. Lola estaba fresca como si se acabase de levantar de la siesta, con esa forma de encadenar palabras que cómo me las maravillaría yo. «Ahora estoy también en la pintura. Me ha ido fenomenal. En mi primera exposición he vendido 28 cuadros a 100.000 pesetas». «Entonces tienes para pagarle a Solchaga y pedirnos otra», le dije con osadía. Y cayó una más. Esa ya con el último Ducados de mi paquete, que nos jugamos a cara o cruz. Mientras Lola se lo fumaba (nunca me ha sonreído el azar), nos despedimos, pero antes quise ver si aún pescaba alguna primicia. «¡Ah! ¿Cuándo colgarás la bata de cola?». «¿Tú cómo me has visto hoy?», me replicó. «Como un torrente», sentencié. «Pues entonces, la bata de cola la seguiré paseando muchos años. El día que tú me digas que ya no sirvo, la entierro. Pero eso será dentro de muchos años…».

Hoy se cumplen 25 años del fallecimiento de Lola Flores. Nos dejó sin cumplir con su promesa de pedirme permiso para enterrar la bata de cola. Aunque en el fondo, aquella noche de Feria de 1987 se portó como una mujer de palabra. Jamás la ha llegado a enterrar. Lola es inmortal.