Por alguna extraña razón, los visitantes rusos suelen llegar en cadena, relevándose el uno al otro, de manera que si hace una quincena el poeta Ósip Mandelstam se instalaba en la habitación 112, las paredes del hotel acogen esta semana a un señor disfrazado de campesino, de barba blanca y entrecejo contrariado: León (o Lev) Nikoláievich Tolstói.

Sentado en las escalinatas de la entrada, está remendándose los zapatos con hilo de cáñamo, e insiste en que no le moleste el servicio, que bajará él mismo a las cocinas a prepararse la papilla de alforfón para la cena. En realidad, no come otra cosa. Ah, la grechka! ¿En cuántas novelas no se escucha su borboteo en el puchero? ¿Cuánta hambre no habrá saciado el trigo sarraceno entre los mujik? Los perros de Tolstói, Tiulpan y Tsygan, juguetean en el vestíbulo, como si estuvieran cazando topos en la finca de Yásnaia Poliana, sin que nadie se atreva a regañarlos.

El jefe de mayordomos, míster Stevens, está que trina.El cuerpo de casa no nos cansamos de escuchar de labios del huésped la lectura de su obra póstuma, publicada en 1911, pocos meses después de su fallecimiento por neumonía en la estación de Astápovo, en plena huida hacia no se sabe bien dónde (suena extraño, en efecto, pero aquí, en el Cadogan, la vida y la muerte cohabitan sin alharacas, y los difuntos pueden leer en voz alta y sorber té).

El libro en cuestión se titula El camino de la vida (Acantilado) y es un hallazgo de su traductora, Selma Ancira, quien reparó en que no se había decantado en lengua española hasta la fecha. Se trata de una especie de breviario, un destilado de máximas y aforismos, de reflexiones de grandes pensadores (Confucio, Epicteto, Lao-tse, Pascal, los Evangelios, Montaigne, Séneca), donde se abrevó Tolstói para aplacar la inquietud de su alma en la madurez. Una lectura excelente para estos días neblinosos: No hay que pensar en el futuro, hay que intentar que en el presente la vida sea alegre para ti y para los otros.

El señor Stevens, que tiene muy mala uva, dice que a buenas horas mangas verdes, que menudo golfo fue en la juventud, cuando la familia lo mandó a estudiar Derecho a Kazán y volvió sin título y con gonorrea. Bah, cállate, jefe gruñón. Nos encanta, además, la cubierta escogida: el cuadro Segadores (1905) de la danesa Anna Ancher.