Los cambios que Trump provocó en Norteamérica sucedieron en tantos lugares y en tantos sentidos al mismo tiempo que durante los primeros años era muy difícil tomar una foto completa y encajar todas las piezas dispersas para comprender. Soy un hombre tímido. La política no me interesa demasiado. Las personas como yo somos reacias a manifestar nuestra opinión pero sabemos observar, y yo puedo deciros algo que pasó desapercibido para todos los expertos analistas: si los políticos se convierten en payasos, entonces los payasos se convierten en políticos. Esto fue exactamente lo que ocurrió en este país. Y esto fue lo que asfaltó el camino que llevaría a Bill Haker de la gloria a la catástrofe.

Mientras la comedia incomprensible de Donald Trump brotaba de la Casa Blanca, mucha gente empezó a acudir a los cómicos para saber qué estaba pasando en su país. En medio de la conmoción, ellos encontraban sin esfuerzo las palabras. Si el mundo era absurdo, ellos podrían guiarnos por el caos. Esta sensación dio un poder enorme a los monologuistas y los presentadores de programas nocturnos. Medio país estaba embravecido y la otra mitad desencantada. Cómicos como Bill se convirtieron en referentes morales para millones de personas. Con esto quiero decir que él se benefició de ello. Esta fue, quizá, la única responsabilidad directa que mi amigo tuvo en lo que le ocurrió.

Personajes despreciables

Sus monólogos, que en otro momento habían sido ácidos e irreverentes, se convirtieron en piezas de denuncia política explícita compuestas por los guionistas de la cadena. Sus antiguos fans huían despavoridos: Bill se había vendido a la corrección política, pero otros acudían a él. Millones de jóvenes divorciados con su país y furiosos por la deriva fascista de la Casa Blanca se arrimaban a CBA. Convertían instantáneamente cada emisión en tendencia mundial y Bill disfrutaba del éxito. Lo invitaron a pronunciar tantos discursos de graduación en las universidades que le hubieran hecho falta meses de 60 días para atenderlos a todos.

Mientras otros cómicos de su generación acusaban la falta de libertad que imponía esta época polarizada y algunos colegas, como Louis CK, eran triturados con saña y sin compasión por el mismo movimiento que trataba de reaccionar ante Trump, Bill continuaba adelante y su popularidad no hacía sino crecer. Así fue hasta la noche en que Norbert Harrison, con botas de vaquero, chaqueta western y un sombrero blanco de ala ancha penetró entre aplausos desganados y cuchicheos hostiles en el estudio de televisión. Eran las diez y doce minutos de la noche y la audiencia superaba todos los récords habituales del mes de julio.

La carrera del senador republicano Harrison estaba al borde de la disolución cuando apareció Trump como un ángel con alas de acero y una metralleta en cada mano. Los paletos blancos adoraban a Harrison tanto como lo vituperaban en sus redes sociales los estudiantes universitarios. Durante el último lustro, Harrison había comunicado su desprecio por las minorías y las mujeres con tal desparpajo que, a su lado, Donald Tump podía mostrarse como un tipo sensato y cuidadoso. Un líder bonachón que restaba importancia a las palabras de su senador estrella y acusaba a los izquierdistas de histéricos y lloriqueadores snowflake.

Haker y los productores de CBA lo sabían. Les gustaba invitar a personajes despreciables como él para reírse de ellos en antena. Aspiraban a ponerlos bajo las pezuñas de sus contradicciones, colocados ante el espejo, frente a su abyecta miseria moral. Doce minutos antes de que Harrison entrase al estudio, Haker ocupó el escenario y arrancó con su monólogo. Por la pantalla situada tras él pasaron las palabras entrecomilladas de Harrison. Haker parecía encontrar sin esfuerzo, a cada momento, el comentario sarcástico ideal. Esa misma mañana Harrison se había referido a uno de sus rivales negros de Iowa, Bud Brooklyn, de 25 años, como «el príncipe de Bel-Air». Bill hizo su pausa característica y lanzó directamente su dardo. Si Brooklyn era Will Smith, sin duda Norbert Harrison tenía que ser Al Bundy.

Mientras el público del estudio terminaba de reírse, Haker dio paso a su invitado. La pantalla donde se habían leído todas aquellas frases polémicas se abrió de par en par y el cowboy penetró en el plató a paso ligero.

Parecía un ser mitológico brotado de la historia de Norteamérica o un artista de cuarta que se ha preparado a fondo para su número de canto en un casino de Nebraska. Haker le estrechó la mano y lo invitó a sentarse. Ignoraba que estaba haciendo esto por última vez.

Mañana, tercer capítulo: La tormenta.