La expectación y el reencuentro se respiraban a la entrada del concierto del sábado en el Teatro Góngora: la nueva dirección, la rica programación y la ausencia de programa de mano -aunque los autores sí eran conocidos- alimentaban esa sensación de inicio de curso, de incertidumbre gozosa. No fue la falta de previsión la causa de la ausencia del programa de mano, sino la voluntad de acercamiento a su público del flamante director, Carlos Domínguez-Nieto, que lo desgranó con espontaneidad, conocimiento y asertividad. El concierto fue una aproximación tangente a toda la temporada, aludiendo a ella desde las obras que interpretó, construyendo una suerte de programa de programas que no huye del gran repertorio sinfónico pero que no se apoya exclusivamente en él, abarcando músicas y gustos que puedan alcanzar a todos los públicos posibles.

Tuvo Domínguez-Nieto la delicadeza de comenzar con la primera obra que interpretó hace veintiséis años la formación cordobesa en su concierto inaugural, la Fanfarria para el hombre corriente, de Aaron Copland, y esculpió con la percusión y los metales un homenaje lírico y pétreo, imponente en sus silencios.

La asertividad se lleva bien con la ironía y el humor, y de todo ello tiró el nuevo director -además de paciencia- para amonestar a los asistentes que entraban tarde en la sala o a los que usaban su teléfono móvil.

La orquesta empastada, las secciones a una, la afinación, todo fue encajando en versiones fluidas, articuladas, que se sucedieron sin intermedio, solo jalonadas por los comentarios de director. El concierto continuó dando muestra de la calidad y versatilidad de programa, director y orquesta: lúdica y ligera la versión de la primera de las Ocho danzas eslavas, de Dvorak; narrativa, casi escénica la Oración del torero, de Turina; dulce en su dolor, honestamente sentido, liviano e íntimo resultó Mache dich, mein Herze, rein, de la Pasión según San Mateo, con un Javier Povedano excelente, con una hermosa voz y contenido sentimiento; ágil en el Intermezzo de Viva Córdoba, zarzuela de J. Valverde, que conectó inmediatamente con buena parte del público. A la altura de La ginesta, de Toldrá, el buen manejo de las dinámicas y los tempi, la atención a matices y expresión habían conquistado ya al público, cuyas ovaciones iban en aumento, pero fue quizás en la Obertura-fantasía sobre Romeo y Julieta donde la concurrencia se terminó rindiendo: la gravedad y oscuridad, casi tenebrismo del comienzo, sobrecogedoras, dieron paso a una juvenil energía envuelta en un velo de tragedia que oscilaba entre la ensoñación y la terrible realidad. Bárbaro.

Entre aplausos el director pudo anunciar una propina, el Huapango, de Moncayo: ante semejante suministro de endorfinas y energía supe que esa noche no conciliaría el sueño hasta más tarde de lo habitual. Al salir a la calle observé los rostros de los asistentes, escuché sus comentarios y supe también que no sería el único con un agradable insomnio.