Considerado el gran heredero vivo de la Nouvelle Vague, Philippe Garrel ha pasado la mayor parte de su medio siglo tras la cámara ofreciendo historias sobre el deseo y la traición amorosa capturadas en blanco y negro y a través de personajes que deambulan entre cafés y apartamentos. Sus detractores opinan que siempre hace la misma película, y la que hoy ha presentado en la Berlinale a concurso los reafirmará en esa opinión. Pero si contemplar 'Le sel des larmes' deja un mal sabor de boca, uno intensamente rancio, no es por la falta de innovación. Mientras contempla el deambular amoroso de un aspirante a ebanista, Luc (Logann Antuofermo), el francés no solo demuestra un desconocimiento absoluto de cómo funcionan las relaciones actuales entre hombres y mujeres jóvenes, sino que hace gala de un sexismo galopante a fuerza tanto de legitimar el lamentable trato que su galán de provincias da a sus amantes como de retratarlas a ellas exclusivamente como unas pánfilas, unas histéricas o unas frescas.

Quizá para disgusto de Garrel, ha sido una mujer la encargada de elevar el nivel de la competición, y de hacerlo con rotundidad. La séptima película de Kelly Reichardt, el wéstern 'First cow', es una oda llena de ternura a la amistad y la comunión entre el hombre y la naturaleza. Quienes estén familiarizados con el trabajo previo de la estadounidense -no es algo fácil, considerando lo poco y mal que ha viajado su cine a España- detectarán conexiones con títulos como 'Old Joy' (2006) y 'Meeks Cutoff' (2010) y hasta alusiones a 'Wendy & Lucy' (2008), pero la nueva película no exhibe vocación alguna de compendio o culminación aunque que sí evidencie cierto refinamiento estético y temático.

Situada a principios del siglo XIX en el noroeste de Estados Unidos, acompaña a un cocinero y un inmigrante chino que traman un plan para robar leche de una nueva vaca recientemente comprada por el adinerado jefe de la comunidad en la que viven, para cocinar buñuelos y venderlos en el mercado. Aunque muy conscientes de la crueldad y la avaricia que imperan en el lugar, ambos son tipos insólitamente sensibles tanto entre sí como con su entorno -dicho de otro modo, son personajes de época pero, al mismo tiempo, modelos de conducta para nuestro tiempo-. Y mientras construye poco a poco la relación entre ellos, observándolos y capturando pequeños gestos de amabilidad, Reichardt confirma una vez más que su método narrativo minimalista no está ni mucho menos reñido con la creación de suspense ni con la capacidad infinita para conmover.