Cumplió 91 años el pasado junio [entrevista publicada el 8 de julio del 2012], un mes tan afín a sus querencias y tan enraizado en su memoria de "antiguo muchacho", que da título a uno de los más admirados poemarios de este Príncipe de Asturias de las Letras, uno de los poetas vivos de mayor prestigio, aunque él, entre modesto y guasón, se defina a sí mismo como "un artesano de la palabra". Pero Pablo García Baena es un nonagenario tan consagrado como incombustible y tenaz. Recogido en su ser discreto pero omnipresente, no hay compromiso al que falte ni requerimiento al que se niegue con tal de que nadie se sienta desairado.

Estos días se dispone a sobrevivir al estío cordobés entre lecturas y cine a la luz de las estrellas. "Siempre me ha gustado ese ambiente poético y pasional que tenía el inicio del verano, aunque todo eso con los años se va apaciguando; ya para mí junio es como febrero", dice el poeta con esa forma suya de desgranar los pensamientos lenta y amorosamente.

La misma voz acariciante --triste hasta cuando tira de ironía y humor-- con que el Hijo Predilecto de Córdoba y de Andalucía envolverá la entrevista. En ella, cobijado entre los recuerdos y fantasmas queridos que habitan todos los rincones de su casa, se presta a rodearse una vez más de sombras familiares y a respirar el aire que no vuelve --dicho sea tomando prestadas sus palabras--. Un ejercicio de memoria y una resistencia al olvido.

--Córdoba ha sido una de sus mayores pasiones. ¿Cómo definiría la ciudad más allá de senequismos y otros tópicos?

--Córdoba tiene a través del tiempo una línea del silencio, la sencillez; la arquitectura, incluso lo más barroco, tiene un canon. Era una ciudad grave, indudablemente, y eso lo ha perdido. Ahora es una ciudad desorientada que está en brazos de las modas que llegan; la verdad es que no la reconozco. Mi Córdoba está en los fondos de Romero de Torres, en los cuadros escuetos del hermano, don Enrique; la plaza del Potro donde no hay nadie, nada más que la cal. Todo eso ahora está convertido en mercadillos.

--Pero algo perdurará de la Córdoba eterna, ¿no?

--Queda lo que no se podía destrozar, todo lo demás se echó abajo o se olvidó, porque no todo son monumentos, está también la forma de vivir la alegría, la feria... y todo eso ha cambiado. Ya no es Córdoba, es un reflejo no de lo que fue, sino de otra Andalucía, de otro aire.

--¿Qué aire se movía en las ferias de su juventud?

--Todo era más austero. Existían las casetas y los bailes, pero no tenía ese aire populachero, tremendamente vulgar, que se le dio luego, empezando por el escenario. Reconozco que era imposible seguir en los jardines de la Victoria porque quedaban destrozados, pero la feria lleva 18 años en el Arenal y sigue sin árboles, aquello es un páramo.

--¿Cómo se imagina la ciudad del futuro?

--Tengo la esperanza de que el futuro de Córdoba sea la cultura, hacer de Córdoba una ciudad cultural como son Salamanca o París. Esa debe ser la única meta de Córdoba, todo lo demás son tonterías. Ahora parece que el equipo de fútbol va a subir a primera división. Muy bien. Pero si Córdoba está desde el primer momento en la primera división de la historia... Cuántas ciudades quisieran tener algo a que agarrarse. La cultura es lo único que puede salvar a Córdoba, no hay más que andar en ese camino.

--Un camino en el que no faltan las piedras, como la de perder la capitalidad europea del 2016.

--Pero aquello era solo un nombre; luego venía lo demás, que más o menos sería un festival de nada. Y si no le dieron ese título, bueno, lo pasado pasado está. Pero si se sabía de antes... Vamos, si engañaron a los políticos fue porque verdaderamente no eran demasiado listos, el rumor era que la elegida sería San Sebastián, hasta yo lo sabía.

Volvamos al pasado. Como narró en tonos elegíacos en su bellísimo libro Córdoba , una "carta topográfica de la memoria" ilustrada con foto y dibujos de su hermano Antonio --cuya muerte prematura le dejó una herida incurable--, el callejero sentimental del poeta nace en la casa entonces número 11 de la calle Las Parras, hoy patio archipremiado en el concurso municipal.

--¿Cómo recuerda aquella casa y cómo se recuerda a sí mismo y a su familia en ella?

--La casa está igual que estaba cuando yo nazco allí y estoy hasta los seis años, que paso a la ca

lle Juan Rufo. Era una casa de vecinos, yo vivía arriba, en la parte frontal según entras. Había sido propiedad de los frailes de San Agustín, porque había un azulejo con el corazón traspasado, el escudo de San Agustín que supongo que conserva la actual dueña que heredó a la propietaria, Conchita. Era una mujer encantadora, vivía con su madre y sus dos hermanas. Eran sastras, y Conchita tenía un sentido artístico que benefició a la casa. Salvo los arcos del patio, que fueron descarnados por esa moda mudéjar de dejar el ladrillo visto. Lo mejor que se podía hacer es encalarlos.

--Hábleme de sus padres.

--Mi padre había sido tallista, pero cuando nazco ya es agente comercial dedicado a cosas de la madera. A mí me hubiera gustado que hubiera vivido en este tiempo, en que las cofradías hacen tantos encargos y han proliferado los imagineros en Córdoba. A lo mejor yo ahora estaría tallando imágenes. Desde luego me hubiera encantado tallar imágenes, más que ser poeta.

--Bueno, en cierta forma usted heredó de su padre la habilidad manual. La prueba son los tapices que ha confeccionado.

--Sí, tengo algo de artesano; mi misma poesía es una obra de artesanía, de acumulación de recuerdos y cosas que voy ensamblando. Nunca me he creído un escritor, en todo caso he sido un artesano de la palabra.

Los demás no deben de pensar lo mismo, porque hay que ser mucho más que un artesano para que te den el Príncipe de Asturias (en 1984) y todos los reconocimientos que llegaron después. Pero lo cierto es que se respira ese tirón artístico nada más traspasar la entrada al piso de Pablo García Baena y no solo por el gran repostero salido de sus manos que cuelga en el salón --telón de fondo por Navidad de su famoso belén--, sino por su inclinación al arte y la decoración. Cuadros, sobre todo de Miguel del Moral y Liébana, libros, fanales, imágenes --entre ellas la de la Virgen de los Dolores de su abuela, que le acompaña desde hace 75 años-- y hasta una colección de medallas y reliquias componen un universo más romántico que barroco, contra lo que pudiera creerse, donde se imponen el orden y la pulcritud.

Esa especial sensibilidad llevó al joven Pablo a estudiar Bellas Artes en el caserón de la calle Agustín Moreno que había escogido Baroja para situar a los personajes nobles de su Feria de los Discretos . "Mi hermano Antonio era profesor de dibujo lineal en aquella Escuela de Artes y Oficios --recuerda--, y como el curso de 1936-37 se suspendieron las clases de Bachillerato en aquel desorden de la guerra, para que no estuviera ocioso me matricularon en ese centro. Luego seguí allí más tiempo".

--¿Por qué no ahondó en aquella llamada del arte?

--Porque todo cambió con la muerte de mi hermano Antonio y con la guerra, que todo lo hizo más tenebroso. Tampoco yo era un dibujante excepcional, era un cuidadoso alumno que intentaba sacar parecidos a aquellos modelos que nos ponían. Y como al lado tenía a Liébana, que era una maravilla de dibujante, con enorme facilidad de perfección, mi única pretensión era terminar el Bachillerato.

--En su casa se respiraba un ambiente intelectual, o al menos libresco, muy raro en la Córdoba de entonces. Supongo que eso sería un acicate en su afición por las letras.

--Había muchos libros, sí. Mi abuelo me leía las fábulas de Samaniego, por ahí tengo los libros todavía. Me encantaba aquello de los animales que hablaban, quizá fue lo que me despertó la imaginación.

--¿Y es verdad que con nueve años ya leía a Góngora?

--Con nueve no, con ocho. Mira, te voy a enseñar un librito donde vienen algunos poemas de Góngora (se levanta a buscarlo) que editó el Ayuntamiento y repartieron por los colegios públicos. Lo hizo don José María Rey, que vivía en la calle López Diéguez y visitaba mucho mi colegio. Daba clases de cordobesismo, contaba leyendas que en los niños nos despertaban si no amor al menos una relación con la ciudad. Debía seguir dándose esa asignatura en los colegios.

--¿Qué escenarios de la niñez le vienen a la memoria?

--En realidad yo hasta que me voy a Málaga, con 40 y pico años, viví en San Andrés salvo los últimos años, que me independicé de la familia y viví en el Sector Sur, en un piso de los que hizo la Diputación, con diseño de De la Hoz, en la calle Ubeda. Yo trabajaba entonces en el Catálogo Monumental de la Diputación, y me encantaba ir andando hasta allí por la avenida del Corregidor o el Puente Nuevo, que se había abierto no hacía mucho.

Haciendo alarde de su inmutable memoria, al poeta se le alegra la mirada regresando a los dulces días de infancia y juventud, esos que lo enferman de nostalgia desde las fotos amarillentas de su primoroso álbum. Recuerda, por ejemplo, las fiestas de las noches de San Juan y de San Pedro, cuando Córdoba se llenaba de máscaras como en el Carnaval. "Había bailes de disfraces en el Círculo, y verbenas populares en los barrios --cuenta--. Ponían caballitos de feria. En San Andrés los ponían delante de las escuelas y en el ensanche del Realejo el 2 de agosto, por la Virgen de los Angeles. Era todo muy pueblerino, pero tenía su encanto".

Y con igual detalle describe su casa de la calle Juan Rufo, junto a La Fuenseca, una vivienda contigua a la taberna de Rafael Luque, que estaba en la esquina con Enrique Redel, local con el que su casa compartía el pozo. "Juan Rufo era una calle de tabernas --afirma--. Aparte de la de Luque estaba en la esquina con Conde de Arenales la que entonces se llamaba de Faustino (hoy tiene otro nombre), un hombre muy grande con unos bigotes tremendos, y antes había sido la taberna de los Reyes, por la ermita de los Reyes que estaba en Imágenes. Y haciendo esquina con esta calle estaba la famosísima taberna de El Bolillo, allí iba Romero de Torres".

--¿Conoció usted al pintor?

--No, pero recuerdo perfectamente su entierro, en 1930. Para los niños fue un día de fiesta. No hubo colegio y fuimos a ver el cortejo a donde veíamos las procesiones, que era la casa de un tío abuelo mío en la calle de la Librería, ahora Diario de Córdoba. Fue impresionante, Córdoba entera se echó a la calle. La gente colgó de los balcones lazos de luto y los velos negros que entonces llevaban las viudas hasta el borde del vestido. Hubo una cosa que me impresionó mucho y fue que cuando pasó el féretro llevado a hombros camino de los Dolores salió una señora del balcón de enfrente, arrojó unas flores y volvió a cerrar el balcón.

--Quizá había sido una modelo, o una antigua amante...

--Puede, se podría investigar en el padrón. Pero fue algo muy literario.

--Podría haber sido el punto de partido de una novela... si alguna vez se hubiera decidido a escribir novelas.

--¡Uy, no, por Dios, qué pesadez! (ríe) Un poemita corto, y pocos.

--Nunca menciona a su madre. ¿Cómo era?

--Es que son cosas tan íntimas... Me recuerdo de niño y oigo a mi madre cantar nanas, como en un susurro. Nunca más las cantó después de morirse mi hermano --se le quiebra la voz--. Cuando leo las nanas de Lorca me digo: "Estas son las nanas que cantaba mi madre".

--Acláreme un enigma: si le bautizaron como Rafael, ¿por qué acabó llamándose Pablo?

--Mi tía Rosario quería que se me pusiera Pedro Pablo, y entonces las tías manejaban mucho. Pero habían muerto dos o tres Rafaeles y Rafaelas antes de nacer yo --los niños morían como chinches-- y era natural que mi padre quisiera ponerme el nombre de su madre. Y cuando empiezo a escribir, en los cuadernillos que hacíamos para Josefina Liébana ilustrados por su hermano Ginés, como me parecía cursi lo de Rafael Pedro, firmaba Pablo.

--¿Cómo conoció a Ginés Liébana, su gran amigo de la infancia y luego compañero en la aventura de 'Cántico'?

--Lo conozco en el patio del instituto, donde hacíamos el mismo curso pero en distintos grupos. Nos reuníamos cuando acababan las clases en el patio. El estaba siempre, como ahora, pintando, y los chiquillos lo rodeaban viendo lo que hacía, entre ellos yo. Allí conocí también a Pepín Aumente. A partir de ahí Ginés y yo intimamos y ha sido una amistad que aún dura. Con sus altibajos, como todas las cosas humanas.

--Liébana cuenta que estaban juntos cuando les sorprendieron los primeros signos de que había llegado la Guerra Civil a Córdoba. ¿Lo recuerda así?

--Fue así y no. Estábamos de vacaciones, y la tarde del 18 de julio, como todas las tardes, fui con Rafael Cantueso (que mucho después se hizo dominico) a casa de Ginés, que vivía en el Corral de Bataneros, junto al Horno del Cristo. Cuando llegamos su hermano Antonio, que era mayor, nos preguntó si habíamos visto por la calle a gente desordenada, guardias civiles... algo extraño, y le dijimos que no. Salimos los tres y entonces sí empezamos a asustarnos porque vimos soldados para un lado y otro y nos fuimos cada uno a nuestras casas. Mi familia estaba ya que no vivía esperando que llegara. Y esa noche pasaron por Juan Rufo gente gritando, los mismos que intentaron incendiar San Agustín y Santa Marina.

--¿Fue muy traumática la contienda para su familia?

--Al núcleo familiar afortunadamente no nos pasó nada, sí a primos y tíos en Hornachuelos y Baena, en los dos bandos. Mi hermano Antonio tenía muchos amigos a los que fusilaron, como Rogelio Luque. O Manolito Hesperia , al que se conocía por el nombre de la librería que tenía en Las Tendillas. Y el pintor Juanito García Lara El Fenómeno .

Pero no todo fue triste en aquellos años oscuros. Córdoba, tras su pobreza pueblerina, guardaba tesoros capaces de colmar espíritus delicados como el de Pablo. Sobre todo la belleza de sus monumentos y el laberinto blanco de las callejas. Y la Sierra, que para los de Cántico fue lo más parecido a los verdes campos del edén. "Yo conocía perfectamente la Sierra, tengo muchas fotografías con mis primos y mi padre, que nos llevaba los domingos de excursión --explica--. Subíamos andando a Trassierra, o a las Ermitas o a la Huerta de Don Marcos, lugar gongorino. También iba con Liébana, porque teníamos una especie de novias lejanas, dos chicas con las que tonteábamos, que veraneaban con sus familias junto a la Fuente del Arco, y hasta allí subíamos nosotros a plena siesta. Y luego viene Ricardo Molina con todo su bagaje --él también llevaba a sus alumnos a la Sierra--. Durante dos o tres años, para quitarnos el ruido de la Feria de Mayo, alquilábamos una casa Ricardo, Juan, Miguel del Moral, Pepe de Miguel y yo".

--¿Por qué decide un día cortar con Córdoba y poner mar de por medio?

--Pepe de Miguel estaba haciendo en Málaga chalés en sociedad con Amador Vázquez de la Plaza, otro cordobés que se había ido a la costa. Y como conocía mi afición a las antigüedades, me habló de poner allí una tienda. Dije que sí, claro, por los amigos, por la libertad que se respiraba en Málaga. Córdoba era mucho más cerrada. Las ciudades de interior son terribles para vivir, sobre todo si intentas hacerlo a tu gusto.

--Pero siempre se acaba volviendo a Córdoba, y usted la escogió para quedarse hasta el final. ¿Cómo se lo imagina?

--No lo sé, no tengo hecho un protocolo de cómo debe ser el entierro, ni tengo dicho que me lleven en ocho caballos y con las gualdrapas negras --bromea--. Me da igual. No pienso en la muerte, llegará cuando a ella le venga bien. Yo estoy ya acostumbrado a la muerte, todos mis amigos han muerto. No conozco a nadie y me siento muy solo. La muerte vendrá como siempre, cuando no se la espera.

--Una vez le confesó al periodista Francisco Solano Márquez que le gustaría ser enterrado en el cementerio de las Ermitas. ¿Sigue deseándolo?

--No es que sea un deseo solemne. Las Ermitas las veo un buen sitio para descansar, la soledad es la compañera de los anacoretas. Los ermitaños tenían siempre un nicho abierto para el primero que muriera.

--¿Qué le gustaría que se escribiera de usted en el futuro?

--Mira, yo casi prefiero el olvido. Cuando lees lo que dicen los estudiosos, que hacen una tesis sobre un escritor y lo abren como si quisieran conservarlo en alcanfor... Todo eso me parece horrible. Mejor el olvido. Si acaso luego, cuando pasen siglos, si podemos llegar con un cierto nombre y revivir, eso será bonito verlo (sonríe). Morir es terminar para el mundo, pero siempre habrá otros mundos lejanos.