¿Cuántas personas había en el Gran Teatro? ¿Cincuenta? ¿Setenta? En cualquier caso puede que hubiera más personas sobre el escenario haciendo música que en la sala escuchándola. Hacer música en estas condiciones es un acto de heroísmo. Se notó en los aplausos finales, donde se mezclaban la satisfacción por una buena ¿velada? con el reconocimiento de la profesionalidad y entereza de los profesores de la Orquesta.

Del concierto podemos decir que Mozart sonó a Mozart y Schumann sonó a Schumann. Esto, que parece una perogrullada, no lo es para quienes invertimos una parte importante de nuestras vidas en las salas de conciertos. Y es que, conseguir que cada autor suene con su voz propia, mezcla de las inflexiones particulares, el color instrumental y las combinaciones tímbricas, no es nada fácil y habla del trabajo serio y riguroso que el profesor Mas ha desarrollado con la Orquesta.

Una de las consecuencias que nos ha traído la revolución HIP -en inglés Historically informed performance- ha sido, precisamente, la deconstrucción filológica del sonido al que estábamos acostumbrados los que nos hemos formado musicalmente con los grandes maestros de la fonografía del siglo XX, con especial énfasis en los compositores fronterizos entre el clasicismo y el romanticismo. Algo hay de placer culposo volver a escuchar un Mozart musculado, entroncado en la gran tradición, y a un Schumann expansivo y grandioso.

Gran trabajo de la Orquesta, que exhibió capacidad de respuesta a las demandas del director. Nos pareció que el equilibrio entre familias instrumentales estaba especialmente logrado, pero saber hasta qué punto fue resultado de la mano rectora o de la disposición de la orquesta en el escenario sin estrado, o de haber estado sentado en la fila siete de butacas, es un misterio. Las cuestiones acústicas del Gran Teatro entran en el campo de lo esotérico.

Yendo a lo particular, Salvador Mas impuso unos tempi cómodos, que globalmente sentaron mejor a los tiempos lentos que a los rápidos. Así, el Allegro con spirito, dicho de manera ordenada, de la «Haffner» mozartiana careció de chispa y le sobró contundencia. Al expresivo Andante le siguió un Menuetto algo alicaído con un bello Trio, que hubiéramos deseado más danzarín. El Finale se animó ligeramente, aunque ciertas discontinuidades dificultaron la fluidez de la concentración.

En Schumann las cosas mejoraron como cabía esperar. La magnífica introducción, serena, con unos interesantes juegos de intensidades, desembocó en un primer movimiento expuesto con claridad y amplitud. No todo lo mendelssohniano posible el Scherzo. El Adagio espressivo, por intensidad y belleza, se convirtió en la joya musical del concierto. Triunfal Allegro molto vivace, acabado con seguridad y plenitud. Sonó a puro Schumann.