Comenzar la temporada con un concierto que desea «felicidades» a Leo Brouwer es empezar con buen pie, aún más si la orquesta suena como lo hizo en la noche del jueves bajo la dirección de su titular. La Canción de gesta de Leo Brouwer comenzó con la atmósfera incierta y a la vez épica de una particular Odisea: obra de gran riqueza en recursos expresivos, de potentes desarrollos, de despliegues deslumbrantes de color y texturas, la Orquesta de Córdoba fue un instrumento preciso y maleable que dio vida a una versión de gran tensión poética. El final, un rumor creciente que se convierte en fragor en un lento crescendo, fue sostenido en el tiempo de forma apabullante por orquesta y director.

Antes de la pausa sonó aún el Octeto para viento de Igor Stravinsky, una pieza bastante cerebral entre otras dos regidas por fuertes pulsiones emocionales -difícil punto de partida para una partitura ante el público-, que nos permitió escuchar una interpretación transparente y equilibrada y una sección de viento soberbia. La segunda parte del concierto fue dedicada íntegramente a la Sinfonía nº3, en re menor de Anton Bruckner en una versión musculosa, de abruptos contrastes. Desde el principio del Mäig bewegt, la articulación entre los continuamente cambiantes pasajes y las matizaciones en tempo e intensidad que hacen aflorar el pathos que subyace en la partitura fueron armando una imponente aproximación a la tercera. Los breves motivos que intentan culminar una y otra vez sus desarrollos sin hallar consuelo ni descanso -el mito de Sísifo sobrevuela casi siempre la encorvada figura del maestro- se expresaban como preguntas o anhelos existenciales, con la urgencia de lo vital y la profundidad de lo inalcanzable: aquí es donde habita Bruckner. El Adagio, quasi Andante sonaba a veces con el recogimiento de un monólogo interior sin renunciar a encaramarse a lo indómito de forma súbita, tensión que aumentó en el Scherzo, con un Ländler muy rítmico. El Finale, con la orquesta en plenitud, los metales en estado de gracia, los cellos alzándose tersos, los timbales rotundos y el público en sagrado silencio, culminó con brillantez -Y colocando el listón muy alto- el primer concierto de la temporada. Larga, larguísima ovación. Al salir, un músico jubilado, según me contó, me dijo: lo que dice Bruckner en veinte minutos se puede decir en diez. Sí, pero no lo que se siente, pensé, sin querer contradecirle. Diversidad, creo que se llama.