El día de mi decimoctavo cumpleaños estaba anunciado el desembarco de Sergiu Celibidache con su Filarmónica de Munich en el Auditorio de Valencia con la Séptima sinfonía de Bruckner bajo el brazo. Alucinaba. Parecía cosa del destino. Removí Roma con Santiago para conseguir ir a ese concierto. Me coincidía con el delicado periodo que va entre el final del curso y la selectividad, pero yo ya había decidido que nada en el mundo era más importante. El número de atención telefónica del Auditorio no paraba de comunicar. Pasaban los días y yo desesperaba. De repente llegó la noticia de que habían cancelado el concierto por enfermedad del director rumano. Anunciaron que se celebraría en la temporada siguiente. Finalmente murió ese verano.

De todo esto me he acordado observando la técnica gestual de Jordi Mora, antiguo alumno de Celibidache. La batida de la batuta, la manera de ordenar las entradas o retenerlas, ciertos acompañamientos bailados con el cuerpo... todo me resultaba familiar, ya visto antes en los documentos videográficos que dejó el rumano, y todo me resultaba ligeramente fantasmal, como si se estuviera invocando a una persona ausente emulando sus gestos, sus movimientos... Pero aunque mucho de eso se diera, el espíritu, finalmente, no se manifestó.

La trompa arrancó feble el tema de inicio de la sinfonía schubertiana. Sonó dulce pero no sobrada de seguridad. La introducción fue llevada con buena mano hasta una transición bien resuelta al Allegro ma non troppo, expuesto de manera ordenada y hábil. Con el inicio del Andante con moto algunas cosas empezaron a quedar en evidencia: el acompañamiento de la cuerda sonó un poco más fuerte de lo debido para que la aparición de la melodía en el oboe surgiera entre melancólica y enigmática. Y es que la sonoridad de la marcha, y a partir de ahí del resto de la sinfonía, se instaló en un mezzoforte continuo que no favorecía el juego de contrastes o el claroscuro característico schubertiano que lo emparenta directamente con Mozart. Esa falta de flexibilidad hizo que la llegada al clímax se produjera sin alucinación ni sentido del colapso. Pesado y sin chispa el Scherzo, aunque seguro y ordenadamente expuesto. El Allegro vivace final fue por esos mismos derroteros, pese a un inicio alicaído y sorteáramos marejada en la aparición del tema de la alegría.

Los mimbres técnicos, en definitiva, estuvieron y la obra se sostuvo por sí misma por su inmensidad, pero el duende, lo que es el duende... ¿Dónde andaría ese duende rumano?

P.D. La obertura de Ruy Blas de Mendelssohn abrió el concierto con corrección y oficio apropiado.