La Noche Blanca del Flamenco siempre nos retrotrae a ediciones anteriores, en las que se conjugan varios factores que vienen a ser el denominador común de este evento. Masivos desplazamientos de un espacio a otro en el fallido intento de verlo casi todo, aunque sea de forma fragmentada, como nos ocurrió en la plaza de las Tendillas con el concierto inaugural de la Orquesta de Córdoba que, con la guitarra de Daniel Casares, bajo la dirección de Lorenzo Ramos, interpretó el Concierto de Aranjuez, del maestro Rodrigo, que no pudimos apreciar en toda su grandeza, ya que, en el imposible intento de estar presente en la densa relación de actuaciones, nos encaminamos hacia el Patio de San Basilio, donde ya sonaban los últimos taconeos de Rafael del Pino Keko. Ante esta evidencia, volvimos nuestros pasos hacia el Patio de los Naranjos para oír a la onubense Rocío Márquez: un dechado de honradez profesional y de buen gusto que entusiasmó a todo el gentío, que llenó el recinto una hora antes del comienzo. Uno de los pocos escenarios donde el «saber escuchar» se hizo patente.

¡Qué contraste con la masa enardecida de la plaza de la Corredera, donde era casi imposible dar un paso para acercarse al escenario, en el que, un año más, José Mercé intentaría transmitir el metal de su flamenquísima voz! Imposible abstraernos para misión tan intimista, por lo que optamos desplazarnos al Compás de San Francisco para ver el baile de una de las estrellas de la noche. Antonio Canales hizo una entrada algo extravagante en la soleá, utilizando algunos desplantes de reprochable capacidad expresiva. Una y otra vez insistió en algunos de los códigos con los que forjó su personal estética al comienzo de su carrera. Pero no queremos hacer aquí un balance de una larga actuación, a veces desconcertante y con grandes dosis de histrionismo, que no tuvo la esperada repercusión, al menos, para el que esto escribe, ya resuelto a acudir a la plaza del Potro para pasarlo bien con ese jerezano que es Diego Carrasco, rey del compás y de la improvisación, que se ganó a un público entregado a su personalísima forma de hacer, en el que su cante, sin excesos de voz, como él comentó, y las intervenciones habladas en tono jocoso fueron la constante de su esperada actuación.

Como cada año en la cita flamenca, el don de la ubicuidad tampoco ha comparecido en esta ocasión, por lo que algunas de las actuaciones que teníamos interés en contemplar se quedan en los recovecos de nuestras frustraciones. Pero así es la Noche Blanca del Flamenco, cuyo poder de convocatoria año tras año no alberga ninguna duda, aunque habrá que revisar algo si se quiere afianzar como un proyecto sólido para el futuro.