Parece una humorada del destino, pero no debe ser casual que el mismo año en que el Nobel de Literatura sufre un severo descalabro en su prestigio, fallezca Philip Roth, considerado uno de los gigantes de la literatura. El autor de Pastoral americana, una de sus obras maestras, murió ayer a los 85 años en un hospital de Manhattan, en Nueva York, a causa de una insuficiencia cardíaca. Es como si el viejo león dijera calladamente con su desaparición que el gran premio de la literatura universal puede tener sus fisuras (que las tiene), pero que lo que sigue siendo incontestable, con distinción o sin ella, es su papel clave en la literatura norteamericana, con Nobel o sin él.

Nacido el 19 de marzo de 1933 en un barrio judío de Newark (New Jersey) en el seno de un familia de origen judío polaco-ucraniano, Roth abordó en su extensa y galardonada obra, temas como el sexo, el deseo, la vejez y la muerte, o el judaísmo y sus obligaciones. Su mayor éxito le llegó con El mal de Portnoy (también traducida como El lamento de Portnoy, 1969), en la que el protagonista, Alexander Portnoy, cuenta sus aventuras sexuales a su psiquiatra y vive atormentado por los remordimientos y por su obsesión por el sexo.

Para describir la importancia de Roth hay que echar mano de adjetivos tamaño extra como titánico, inmenso e, incluso, prodigioso. Empezó a escribir bajo la influencia de Saul Bellow, maestro reconocido, quizá con la intención de quitarle el cetro de mejor escritor judío. De hecho, los temas de Bellow y de Roth --el ocaso del macho, la neurosis, la mirada picaresca, el miedo a las mujeres, o la crítica a la identidad judía-- no son tan distintos. Su tercera novela, El mal de Portnoy (1969), permitía a un público general leer una novela semiporno con prestigio literario que le reportó dinero, reconocimiento universal y un odio cartaginés de la comunidad judía, horrorizada por el acto de traición, que tardó años en evaporarse.

La etiqueta de judío que odia a los judíos le persiguió de por vida. Así se definía el autor con su característica autocrítica afilada: «Philip Roth es el judío que se masturba con un pedazo de hígado, lo cual le permite ganar un millón de dólares».

Parece fácil, pero en sus 30 libros, resultado de trabajar incansablemente «por la mañana y por la tarde un día tras otro», no cabía la decadencia. No muchos lo logran. Roth empezó siendo muy bueno, luego pasó a ser interesante --gracias a Nathan Zuckerman, su personaje alter-ego con el que atravesó la década de los 80-- y a mediados de los 90 sufrió una prodigiosa evolución. En la época en la que otros se jubilan --él lo hizo realmente como profesor de literatura-- empezó a sumar una tras otra novelas a cual mejor a velocidad supersónica. Ahí se sitúan, por ejemplo, Pastoral americana --la cara oscura del sueño americano-- o Me casé con un comunista, donde repasa cuentas con su ex, la actriz Claire Bloom, que antes se había despachado a gusto en un libro de memorias, Adiós a la casa de muñecas, en el que aparece como un monstruo.

En el 2010 publicó su última novela, Némesis, y en el 2012, cuando se convirtió en Príncipe de Asturias de las Letras, anunció que ya no le quedaban energías para gestionar la frustración que acompaña a la creación literaria. «Contar historias, eso que me ha sido tan preciado durante toda mi vida, ya no es el centro de mi existencia», explicaba en una entrevista en Libération. «Es raro. Nunca hubiera imaginado que me podría pasar una cosa así». Entre sus obras más conocidas se sitúan Pastoral Americana, La Mancha Humana y Me casé con un comunista (que forman parte de su trilogía americana, publicada en los años 90), la distópica La conjura contra América, Elegía, y la colección de cuentos Goodbye Columbus.