Son tiempos complicados para la cultura con perspectiva, para la amplitud de miras y la riqueza de los universos que no todos saben descubrir en los libros. No hay tiempos malos, solo mentalidades que ceden, se relajan, que solapan unas prioridades sobre otras.

La revista Mercurio puede dejar de salir. Se pierde mucho, y no es cosa de enumerar aquí cada uno de esos destellos. Sí conviene no perder de vista que solo valoramos un proyecto, en su total y compleja esencia, cuando puede estar cerca de su final. No podemos permitirnos una pérdida de este calado. La Fundación J. M. Lara con Ana Gavín hizo una apuesta por Mercurio, y el resultado está a la vista: una trayectoria intensa, quizás no todo lo reconocida que debiera (el Premio Nacional de Fomento a la lectura está en el debe), pero fundamental para los lectores de este país, y todo el entramado de agentes que componen el mundo del libro. El peligro no es que se pierda otro vestigio de cultura, sino la memoria de todos y todas los que han configurado ese trayecto, un trayecto que sigue siendo vital, que no fallece de muerte natural, que sigue construyéndose, y en ese proceso genera adeptos e ilusión por tener cada mes en entre las manos nuevas noticias sobre autores, libros, etcétera.

Guillermo Busutil ha sabido llevar las riendas de esta publicación en el tiempo y el espacio, dotarla, darle peso, con la estupenda edición gráfica de Ricardo Martín; no consideremos, pues, esta publicación un lujo, sino una necesidad. Permitirnos este deceso es avanzar hacia ese terreno de lo infértil, de lo vacío, y no debiéramos caer en esa trampa. La revista Mercurio debe quedarse, seguir entre nosotros, porque ya es un poco de todos, y porque el auténtico aprecio a la cultura no se mide por palabras, sino por hechos, y el hecho es que está muy viva y hay que dejarla que siga respirando.