Tomás Egea nació en Madrid, pasó su infancia y adolescencia en Murcia, volviendo a Madrid para estudiar Bellas Artes. Durante su formación, trabó una gran amistad con Carlos Pascual de Lara, prematuramente fallecido, y con el hiperrealista manchego Antonio López, con el que conversaba muy a menudo. En dicha facultad conoció a Lola Valera, pintora de gran sensibilidad con la que contrajo matrimonio. Después de una estancia en París, se instalaron en Córdoba, donde ha vivido más de 50 años, como un cordobés más.

En febrero del 2015 fue su última participación en un acto cultural. En el Museo de Bellas Artes contó con pormenor, humor y humildad -siempre tuvo la humildad que adorna a la auténtica inteligencia- su trayectoria artística desde que se instaló en esta ciudad. Aquí fue desarrollando una extensa obra multidisciplinar -alguna vez le dije que en un orden estético, era como esas navajas suizas que ejecutan numerosas funciones-, abarcando vitrales, óleos, retratos, carteles, logotipos, ilustraciones, cerámicas, murales, pirograbados… pero que nunca pierde de vista su pasión reincidente por el cómic propiamente dicho.

El cómic, esa expresión artística de amplio espectro, cada día más revalorizada, nacida en Francia a principios del siglo pasado, que, según una prospección realizada en el país vecino en el 2002, al 40% de los escolares les había establecido el hábito de la lectura; que según Federico Fellini, adicto el género, las más importantes ideas que alentaban su cinematografía siempre las deletreó inicialmente en forma de cómics realizados por su propia mano; o que, según el académico de la española Antonio Muñoz Molina, los cómics fueron «la gozosa anticipación de los libros». En Tomás Egea tenemos un gran maestro del cómic -muchas veces en la línea concisa de Saul Steinberg, el rumano afincado en los USA- que se expresa con sutil y aparente facilidad, impregnada de ingenio certero y crítico. Recordamos su elenco de beatonas y fachas vinculados a la dictadura, así como las tontainas que alcanzaban la felicidad sabiendo que su detergente cada vez lavaba más blanco.

En este día triste vamos a rememorar, desordenadamente, varios hitos de su quehacer artístico. Fue un consumado retratista aunque solo lo hizo para su familia y amigos, negándose a los retratos de encargo. En la parroquia de Miralbaida llevó a término un retablo cerámico de 12 metros de altura, usando el cómic, que posiblemente sea una obra única en España. Realizó los carteles de la preautonomía andaluza y de las bodas de plata con la Constitución.

A mediados de los años 60, decoró íntegramente el hotel Don Pepe de Marbella, buque insignia de la firma Meliá, para la que trabajó en numerosos establecimientos. Sus obras póstumas son ochos vidrieras con pájaros tropicales para el profesor Rafael Bonilla y la portada del los Cuentos Completos de Rafael Mir que están imprimiéndose.

Todo su trabajo muestra como rasgo cardinal al dibujante virtuoso, porque en el dibujo, tal ha escrito María Zambrano con profundo saber, está «la verdadera creación en su grado máximo, pues la línea es la inteligencia pura en los cuerpos, en las cosas y como hijo directo de ella realiza la hazaña de hacer visible lo invisible. El dibujo es la libertad suprema de la imagen vaciada ya de toda contingencia… La imagen dibujada es la imagen de la libertad sin rastro alguno de obsesión». Una agudísima apreciación que compartimos de manera absoluta y que podrán verificar quienes en el próximo mes de mayo visiten en las salas de Vimcorsa la exposición antológica que están preparando de su inmenso quehacer artístico. Una muestra que, como tantas cosas en Córdoba, llega tarde, y que el destino, el azar o la providencia no han colaborado para que Tomás la vea, aunque, como Moisés, estaba deseoso de llegar a dicha exposición, que era su tierra prometida.

Pero ya sus amigos de los martes por la mañana, con los que tomaba descafeinado con media de jeringos, tendrán que resignarse a saber que, desde ahora, Tomás vive en el sueño del que jamás nos despertamos. Y, algunos días, nos vendrá a la memoria la más hermosa elegía en lengua española, escrita por Miguel Hernández y cantada por Joan Manuel Serrat en medio mundo: «A las aladas almas de las rosas…/ del almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas / compañero del alma, compañero».