Lo primero que me sorprendió de Mario es que fuera lector de poesía. No es que me sorprenda que haya hombres que lean poesía, aunque he de confesar que hasta que conocí a Mario nunca había estado con alguien que perteneciera a esta categoría.

Ahora reconozco que puede afirmarse que esta fue una de las gracias que le vi, entre otras cosas porque pronto se me solucionaron los problemas a la hora de pensar en un regalo. A veces, cuesta dar con un regalo apropiado para un hombre. Siempre se puede recurrir a una colonia o a unos calcetines, pero la poesía genera todo un mundo. Quiero decir que, bien aconsejada, hay un universo por el que puedes transitar sin problemas. Siempre tienes a mano la antología de un clásico o la recopilación de un autor novel. Y Mario me lo agradecía con devoción e incluso con alguna lágrima.

Como un vaso de leche

Cuando digo que me sorprendió que fuera lector de poesía es porque la imagen que hasta entonces tenía de los lectores de poesía era más bien contraria a la forma de ser de Mario. Quiero decir que no solo me los imaginaba flacos y pusilánimes, sino que la realidad coincidía con aquel prejuicio, porque el único lector de poesía que conocía hasta que conocí a Mario era un personaje de esta calaña: alto y tieso y delgado, la piel como un vaso de leche.

Gracias a Mario, pues, puede afirmarse que cambié mi percepción sobre los lectores de poesía. Al menos cambió la estadística, porque ahora ya estábamos al 50 por ciento. La mitad eran como aquel tipo que decía y la otra mitad eran como Mario.

Cemementerios y tumbas

Resulta, sin embargo, que la fijación de mi amante no era solo leer, sino también visitar las tumbas de sus poetas favoritos. Lo convirtió en una especie de obsesión que cambió los planes que yo tenía a la hora de emprender viajes con Mario y que, al fin, fue el detonante de nuestra separación. «No puedo estar con alguien» -le dije- «que solo piensa, todo el año, en aprovechar los días de vacaciones para ir a ver cementerios». Él lo entendió y lo dejamos correr, pero antes tuvimos tiempo de ir a Roma, al Cimitero Acattolico, y también a Sète, frente al mar, donde está la tumba de Valéry. En Roma, está la tumba de Keats, el poeta que fue a Italia a ver si se recuperaba de la tuberculosis o, mejor, a ver si se moría en Italia, que es algo que, al parecer, los poetas tienen en gran estima.

En el cementerio romano, que se llama «acattolico» porque no se puede enterrar a nadie que sea católico, mira, esa es la gracia, en un rincón del jardín del cementerio, pues, desde donde se ve una pirámide que los romanos debieron robar a los egipcios, o quizá es que encarcelaron a un arquitecto egipcio y le obligaron a hacer la pirámide, en este jardín la mar de mono, pues, con todo el césped recién cortado, yace Keats desde hace casi dos siglos, que no es poco. Y Mario se acercó, palpó la lápida con reverencia y luego me sentó en un banco de madera, justo delante de la tumba, y me recitó un poema de Keats, la historia de una urna, no de los egipcios, sino de los griegos, que no se rompe ni nada. Y dijo: «Verdad es Belleza, hay que saberlo. Belleza es Verdad: ya basta».

Y estuvo la mar de contento, porque es lo que él quería hacer, y yo me quedé igual. Y luego todavía volvimos a saludar a Keats, el pobre, a través de una pequeña rendija en la pared, una reja de hierro oxidado con telarañas, que es desde donde los turistas pueden ver la tumba si resulta que el cementerio está cerrado.

Y luego todavía fuimos a visitar la casa donde el poeta murió y Mario tocó la misma cama, la cama exacta, donde había muerto, hace casi dos siglos, y estuvo a punto de tenderse en ella, si no llega a ser por el vigilante de la casa, que le dijo que hasta aquí podíamos llegar.

Yo también le tenía que haber dicho eso, pero me aguanté y la cosa aún duró varias semanas y unas cuantas tumbas más, como aquella de Sète, la de Valéry, en una tarde tórrida y húmeda, inhumana, el momento ideal para ir a dar una vuelta entre los muertos. Nos costó encontrarla, pero al final la vimos juntos, con seis o siete guijarros sobre una piedra y una rosa de porcelana que daba mucha pena.

Como la pena que me daba Mario. Y aquí lo dejamos. porque ya no hay nada más que decir Y él, a estas alturas, todavía debe de estar recorriendo el mundo, leyendo poesía y recitando versos ante las tumbas, que no digo que no sea bonito, pero que no era exactamente lo que yo me imaginaba en una relación. Hay gente que está preparada para esto y hay gente que no lo está tanto. Son cosas que pasan.

Mañana, segundo capítulo: ‘El de las uñas largas’.