A Isabel Coixet le ha salido una película de lo más british. A ello contribuye en gran medida la impecable elección de las localizaciones y el excelente reparto, aunque también el buen hacer de la realizadora cuando construye la puesta en escena para esta sencilla historia, adaptación de la novela de la escritora Penélope Fitzgerald. El filme rebosa ternura y delicadeza, está hecho con verdadero amor y dedicado al escritor, crítico y pintor británico John Berger, fallecido a principios de año. Además, consigue transmitir ciertos valores como ese afán de la protagonista por no ceder ante las presiones que le invitan a tirar la toalla y no ser ella misma, manteniéndose firme en las peores circunstancias.

El relato arranca con la llegada, en 1959, a un retirado pueblo costero británico de una joven viuda, introvertida y sensible, que alberga la intención de abrir una librería, cosa bastante inédita en el lugar, encontrándose con el rechazo total de los habitantes de la zona, salvo alguna excepción. Poco a poco empieza a introducir títulos en los anaqueles y entabla relación comercial con alguien muy particular, que acaba convirtiéndose en su mejor cliente, gracias a sus recomendaciones literarias, que van desde Bradbury a Nabokov. Asimismo, podríamos decir que la clausura del relato, narrado mediante el uso de una curiosa voz en off -que no descubriremos aquí a quién pertenece- consigue cerrar el círculo del filme, uno de los más convincentes de su autora que, por otra parte, parece cambiar de estilo entre una obra y otra, siendo irreconocible en cada una de ellas. La librería nos regala belleza paisajística y emocional, así como todo un duelo de western entre los personajes que encarnan la mala de la película (Patricia Clarkson, expresiva su mirada) y los buenos: la librera que hace Emily Mortimer y su mejor cliente, con quien llega a algo más, que borda el gran Bill Nighy.

Todo un homenaje a los libros y las librerías.