El término francés joie-de-vivre, literalmente «alegría por la vida», se popularizó en Francia durante el siglo XIX, gracias a literatos como Emile Zola y otros, para referirse a esa vida despreocupada y amante de los placeres cotidianos, una celebración de la vida burguesa, de su tiempo de ocio, sus meriendas campestres o su frenético Moulin de la Galette que tan fielmente plasmaron los pintores impresionistas.

Ese amor francés por la sonrisa y la fiesta, lejos de los pesados dramas existenciales, se encarna en una obra como la Suite de Pulcinella, con la que dio comienzo el concierto y la temporada. ¡Qué contraste tan expresivo entre esas serenatas, tarantelas y gavottas con la fina tensión que se respiraba en la sala, reducida forzosamente a la mitad de su aforo y distanciada entre sí! Domínguez-Nieto planteó una Pulcinella, sin cargar las tintas en esos momentos de aspereza tan característicos de Stravinsky en puntuales ostinatti. La dulzura con la que se plantearon algunas frases nos llevó mentalmente a mundos sonoros ravelianos, planteamiento plausible y acertado. La orquesta arrancó, digamos, vacilante, con leves desajustes. La acústica del Gran Teatro tampoco ayudó a lograr un mayor equilibrio entre el viento metal y la sección de cuerda que tanto pide esta obra.

Sin pausa intermedia, Chaikovski. El imponente comienzo del Andante sostenuto-moderato con sostenuto-moderatoanima nos introdujo, de golpe, en una corriente de sonidos y emociones completamente distinta. Aplicando un control maestro de tempi e intensidades, Domínguez-Nieto nos llevó, con el corazón en un puño, hasta una coda final del movimiento frenética, inflexible y terminada de manera seca y cortante.

Nos hubiera complacido más variedad expresiva en el canto del oboe al inicio del Andantino in modo di canzona. En todo caso, la sección intermedia brilló por un ajustado juego precisión y sus perfectas gradaciones.

Juguetón y perfectamente caracterizado el Scherzo, llevado como un cascanueces. El Finale arrancó apoteósico pero controlado, a tempo seguro, restando bulla pero sumando contundencia. La aparición de la fanfarria del destino nos estremeció como lo hubiera hecho la aparición de la estatua del Comendador, con unos silencios intercalados que pesaron como losas. Superado este trance alucinatorio, orquesta y director retornaron a la embriaguez inicial, llevándonos en volandas a un final frenético que fue una pura alegría vital, conectando, en una inesperada pirueta cíclica, con esa sonrisa inicial stravinkiana: en definitiva, la alegría del vivir.

Público en pie aplaudiendo enfervorizado a orquesta, maestro e, incluso, trompas, que nos darán, con seguridad, veladas más serenas.