Mirando una tabla de un pintor flamenco menor, Lucas Gassel, Eduardo Barba se dio cuenta de que algo no cuadraba. Los tallos y briznas pintados en el cuadro eran prácticamente idénticos a los que dibujaba Pieter Coecke Van Aelst, un contemporáneo de Gassel bastante más importante. Así se lo comunicó, hace un par de años, al pequeño museo holandés que había pedido su consultoría sobre el cuadro. Desde entonces, esa galería está valorando el cambio de atribución. Barba, un jardinero madrileño de 41 años, se ha convertido en un miembro respetado del pequeño cenáculo internacional de expertos en botánica aplicada al arte. Su oficio se ha labrado en años de estudio y visitas al Museo del Prado. Allí, ha identificado las plantas y flores contenidas en cada obra (el 70% de la colección expuesta tiene algún elemento de flora). Ahora, Barba ha vertido una parte de su erudición en el libro El Jardín del Prado, que acaba de publicar Espasa. Es una especie de guía de la galería madrileña, donde cada capítulo está dedicado no a una sala sino a una planta.

«Hay una ceguera sorprendente hacia las plantas. Las miramos sin observarlas. En general, hemos perdido la capacidad de observar el mundo que nos rodea: tenemos una especie de catarata psicológica», reflexiona Barba. «Pero cuando un pintor antiguo pone una mancha de color, siempre tiene un propósito. Cuando empiezas a reconocer esta grafía pictórica, te das cuenta de la potencia de los detalles», añade.

Por ejemplo, la Santa Bárbara del pintor flamenco Robert Campin está leyendo un libro al lado de una jarra con un lirio azul. El origen de este lirio está en otra tabla de Campin, la de San Juan Bautista. Las dos formaban parte de un tríptico del cual se ha perdido la pieza central. En el paisaje detrás del Bautista, un ojo atento detecta un jardín con lirios azules. «Alguien cortó un lirio y lo llevó a la santa, que estaba encerrada. Incluso hay un vaso medio lleno, de donde salió el agua de la jarra. Esta historia es un nexo intangible entre las dos tablas, que nos habla de la potencia intelectual de estos artistas», explica Barba.

Tras quedarse fascinado durante las visitas escolares que hizo al Prado, la vida le llevó a ser jardinero y trabajar en Estados Unidos. La pasión por el arte resurgió durante una vista al Museo Metropolitan de Nueva York. «Me asaltó una inquietud muy intensa sobre la belleza que me rodeaba», recuerda Barba. De vuelta a Madrid, en plena crisis, se dedicó a estudiar y a visitar museos a diario. Un día, un amigo le preguntó sobre una planta dibujada en un tratado de salud medieval, el Hortus Sanitatis. Eso disparó el cortocircuito entre las dos pasiones de Barba. «Durante meses, me fui al Prado cada día con una libreta y apunté la plantas que reconocía, un cuadro tras otro», recuerda. Ahora, tiene analizada toda la obra expuesta y parte de la no expuesta (gracias a su colaboración con el taller de restauración del museo). Además, ha escrito diversas publicaciones técnicas que le han merecido el reconocimiento del sector.

Liquen extinguido

Su enfoque aporta descubrimientos no solo sobre el arte, sino también sobre la botánica. Por ejemplo, en Las edades y la muerte, de Hans Baldung Grien (siglo XVI) hay un liquen, la usnea longissima, que ahora está extinguido en Alemania, donde se pintó el cuadro. El cuadro es testigo de los cambios en las condiciones climáticas, que han desplazado el liquen hacia latitudes más septentrionales. «Con especies muy cultivadas, como rosas y tulipanes, es bastante común encontrar variedades que ya no existen», observa Barba. Lo mismo ocurre con especies comestibles. Un equipo de investigadores italianos analizó los cuadros de frutos de Bartolomeo Bimbi, un pintor de la corte de Cosme III Médici, en Florencia. En ellos, detectaron un enorme variedad de manzanas, uvas, higos, etcétera.

«Hay 115 variedades de peras pintadas, que estaban disponibles en la mesa de Cosme III. Esa biodiversidad le permitía comer peras todo el año, enlazando las variedades precoces con las tardías», comenta Maria Adele Signorini, profesora emérita de botánica de la Universidad de Florencia. «Hoy hay una decena de variedades: también las comemos todo el año, pero con un gran coste de energía para fertilizar, importar o conservar en atmósferas controladas», añade Signorini.

Quizás lo más desconcertante son los frescos de la escuela de Rafael de la logia de Amor y Psique (1518) en el Palacio de la Farnesina de Roma. «Dos décadas después de la llegada de Colón a América, vemos abundantes pinturas de calabazas y maíz. Esto adelanta en mucho el primer registro de plantas americanas en Europa», explica Giulia Caneva, profesora de botánica de la Universidad de Roma 3. Y sigue: «Hay al menos dos variedades de maíz: las civilizaciones precolombinas tenían una agricultura compleja». «Cuando un pintor incluye una especie, siempre sirve para completar el mensaje de la obra», asegura Barba. La hiedra (la más representada en el Prado) está relacionada con la vida eterna, por estar siempre verde. La fresa y su flor con la Virgen, por ser fruto y flor a la vez. El laurel, que rebrota fácilmente cuando se corta, está asociado con el triunfo. El acanto, que renace tras morir aparentemente, con la inmortalidad. La granada, con sus muchas semillas, con la prosperidad. La blanca azucena con la virginidad.

«Normalmente, la carga simbólica está relacionada con los rasgos físicos de la plantas», cuenta Barba. Las plantas eran algo cercano y útil en la vida diaria en la antigüedad. «A menudo los pintores usaban plantas de patio trasero, como una manera para aproximar al espectador a una experiencia mística», relata.

«Observando elementos conocidos de la naturaleza, el pueblo analfabeto podía entender los mensajes de la obra», añade Caneva. Hay casos de extraordinaria coherencia. «Con las obras de (Joachim) Patinir (siglo XV-XVI) tienes la sensación de estar sentado en el cuadro, porque representaba el ecosistema de manera muy realista», dice Eduardo Barba.

El aligustre de Fra Angelico

En La Anunciación de Fra Angelico (siglo XV), en medio del jardín del paraíso, hay un aligustre representado con gran realismo. «El aligustre se usa para teñir la lana y Fra Angelico era de Florencia, que entonces era una potencia textil», descubre Barba. En el lado opuesto del espectro están las «quimeras pictóricas» del Bosco (siglo XVI). En La meditación de Juan Bautista (Museo Lázaro Galdiano de Madrid), el artista inventó una planta combinando una decena de vegetales.

«Con la distancia de los siglos no es fácil entender por qué artistas capaces de un gran realismo, por ejemplo Botticelli, inventaban vegetales. ¿No tenían modelos reales a mano? ¿Los copiaron de decoraciones fitomorfas (en forma de planta)? ¿Sirven de relleno? ¿Son añadidos sucesivos de otras manos?», se pregunta Signorini. Sea como sea, nadie se queda igual tras observar el arte con gafas botánicas. «Cuando miro una planta ahora aprecio aún más los matices de color y de tono que pueda tener. El arte te enseña a mirar la vida», concluye Barba.