En un escenario hipotético, un lector podría sentirse conmovido hoy mismo por un poemario de inusual fuerza expresiva cuyo autor fuera un programa informático, sin poder empatizar con la experiencia vital de un escritor, ya que detrás de esas palabras no habría nada más que la frialdad de un algoritmo. La inteligencia artificial ya es capaz de crear obras de arte que, en ocasiones, son dignas de ser confundidas como propias de un esfuerzo humano, como atestigua la exposición Más allá de 2001: odiseas de la inteligencia, que estos días se puede visitar en Burgos.

Su creatividad se distingue de la humana por su falta de intención, emociones y consciencia, así como por su incapacidad de autoevaluación. Los computadores no conciben una obra, la ejecutan a partir de los parámetros introducidos por sus programadores, no sienten nada al respecto y no examinan los resultados para sacar conclusiones. Entre los ejemplos de esa habilidad creativa destaca Daddy’s Car, canción al estilo de los Beatles compuesta por Flow Machines de Sony que el francés Benoît Carré publicó en 2016. Ese mismo año, el proyecto Next Rembrandt consiguió que un programa materializara un nuevo cuadro fiel al pulso creativo del artista holandés.

La innovación, por medio de redes neuronales artificiales y la acumulación masiva de datos son las claves del despegue de la creatividad en la inteligencia artificial del siglo XXI. Los sistemas informáticos tienen cada vez más protagonismo en la producción cultural con soluciones creativas diferentes, gracias a la gran velocidad con la que procesan datos, de las que ya se benefician algunos artistas para la elaboración de sus propias obras. Como señala investigadora especializada en la relación entre arte, ciencia y tecnología Claudia Giannetti, un ordenador tiene la capacidad de «aprender el estilo de un maestro en solo unos días», por lo que cabe preguntarse «hasta dónde puede llegar una máquina alimentada con toda la información necesaria para crear un arte desde cero».