Lola se aferró a la maleta antes de echar un último vistazo a su aspecto en el espejo del recibidor. Todo le pareció correcto: el día antes había ido a la peluquería y volvía a tener el pelo de color caoba intenso. Llevaba manicura y pedicura casi nuevas. Se había maquillado con la discreción que convenía a sus muchos años. Estrenaba broche: un tulipán de plata prendido en la solapa del chaquetón de color lavanda. Se otorgó a sí misma un aprobado. Una mujer nunca se arregla tanto como cuando ha quedado con otra mujer. Y en esa ocasión no era una, sino tres mujeres. Sus amigas de toda la vida. Las mismas que conoció en el internado de las monjas cuando eran unas niñas. Hoy todas superaban los ochenta.

Ya estaba a punto de salir cuando sonó el timbre y era su hija, Lolita, más arreglada de lo normal y con el pelo más corto que nunca, que sostenía con las dos manos la jaula del conejo Demócrito, su mascota.

-Hola, mami -la saludó con un beso breve en la mejilla, antes de entrar con decisión a la que nunca había dejado de considerar su casa-. ¿Verdad que no te importa quedarte con él unos días? -dejó la jaula con el animal sobre la mesa de la cocina y volvió sobre sus pasos.

-Tengo planes, murmuró ella, dispuesta a contarle a su hija el extraño viaje que estaba a punto de emprender, invitada por una productora de Madrid a participar en un programa de máxima audiencia en calidad de amiga de la infancia de una diputada de la que nadie se acuerda.

Pero la hija no escuchaba. Prosiguió, con gesto impaciente:

-Solo hasta el domingo, porfa. Es muy bueno, ya lo sabes. Aquí tienes heno, el bebedero y su colirio. Otra vez tiene conjuntivitis, pobrecito, tienes que ponerle gotas cada ocho horas. Ah, y ya sabes que le gusta pasear al anochecer, pero por dentro de casa.

Se acercó a la mejilla de su madre y en un susurro que pareció un beso añadió:

-Por fin he conocido a alguien especial. No me puedo ir de escapada romántica con un conejo. Lo entiendes, ¿verdad? Sal al balcón y nos verás, así me dices qué te parece

Y al separarse, de nuevo el tono festivo para añadir:

-¡Te lo compensaré, mami, lo prometo! ¡Te quiero!

Y, sin concederle la oportunidad ni el tiempo de negarse, Lolita desapareció dando un portazo. Tal y como le había pedido la hija, Lola fue al balcón y apartó las cortinas procurando ser discreta. Vio un cochazo negro de marca, y al volante intuyó la presencia de un hombre joven, enfundado en unos pantalones y un suéter oscuros.

Le pareció más apuesto que el golfo idiota de su exyerno y, desde luego, de mejor posición económica. Luego vio a Lolita acercarse al coche trotando, y por un instante reconoció en ella a la niña siempre alegre que hace tanto dejó de ser. No había vuelto a verla desde que el golfo idiota la dejó por otra. Cuánto la echaba de menos.

Esperó a que el coche arrancara y se acercó a la jaula de Demócrito. Dormía: una bola de pelo que respira. Demócrito era un conejo rex de color canela. Tenía 16 años, exactamente cuatro más de los que auguró que viviría el encargado de la tienda donde lo compró. Fue un regalo de cumpleaños para una Lolita preadolescente con problemas de sociabilidad, cuyo psicólogo consideró oportuno que adquiriera la responsabilidad de cuidar ella sola de algún animalito.

Demócrito y Lolita se adoraron desde el primer momento. Y lo seguían haciendo a pesar del tiempo transcurrido. De los problemas de sociabilidad de la preadolescente no quedaban rastros visibles en la adulta. También la tienda de mascotas había desaparecido hacía mucho. Como tantas otras cosas. Como Andrés, su marido, que antes de que se lo llevara un cáncer que no tuvo tiempo de aceptar bautizó medio en broma al animalito.

-Demócrito, por el padre del atomismo -dijo, porque acababa de llegar de un congreso de físicos cuánticos donde se había hablado mucho de los orígenes.

Ahora Demócrito era la evidencia viviente de que en aquella casa se conocieron otros tiempos. Así es la vida: las personas y las cosas pasan, pero sus consecuencias tardan más en desaparecer.

Entró un mensaje en el grupo de whatsApp que Lola compartía con sus tres amigas. Lo enviaba Marta: «¿Dónde estás? Nuestro tren sale en media hora y las niñas y yo comenzamos a ponernos nerviosas».

«Las niñas» eran Olga y Nina. Hacía más de cinco años de la última vez que quedaron para tomar café.

Lola conectó la alarma, dio dos vueltas a la llave, agarró con una mano la maleta y con la otra el transportín de Demócrito y salió a la calle con la intención de detener al primer taxi que pasara.

Mañana, segundo capítulo: Una decisión forzada.