Alemania, 1923. El precio de un huevo vale lo que un billón de huevos antes de la gran guerra, de la que el país sale humillado por el Tratado de Versalles. Hitler tiene 34 años; no es más que un líder político local poco conocido de un partido nacionalsocialista que cuenta con 55.787 afiliados y donde ya apuntan oscuras ambiciones Himmler, Göring, Alfred Rosenberg o Rudolf Hess. La tarde del 8 de noviembre, ataviado con gabardina, el futuro Führer irrumpe en la cervecería Bürgerbräu de Múnich, donde se celebra un mitin de Gustav Ritter von Kahr, comisionado general del Estado de Baviera. Sudando a mares, pistola Browning en mano y disparando al techo grita «¡La revolución nacional ha estallado!» y declara el derrocamiento de los gobiernos bávaro y de Berlín. Pero 17 horas después, aquel llamado putsch de la cervecería fracasa y él, tras intentar huir, es detenido y llevado a juicio por alta traición el 26 de febrero de 1924 junto a otros nueve acusados.

«Hitler consiguió transformar el fiasco de la cervecería en un triunfo personal y político. Ya no era el bufón que había arruinado el putsch; se había convertido, a los ojos de un número cada vez mayor de seguidores, en un patriota que se había levantado en nombre del pueblo alemán para luchar contra la opresión a la que lo tenían sometido los traidores de Berlín». Es decir, según los nazis, judíos, marxistas y el sistema democrático, señala el historiador estadounidense David King en el caleidoscópico ensayo El juicio de Adolf Hitler (Seix Barral), que llega el 3 de septiembre a las librerías. En él disecciona las interioridades del golpe, del proceso judicial y del paso del líder nazi por la cárcel de Landsberg a través de testimonios de primera mano de periodistas de la época de todo el mundo, transcripciones del juicio, archivos policiales y de la prisión.

La prensa internacional, apunta King, «dio cuenta con todo detalle de las bufonadas» de un

«charlatán» en un putsch para el que no ahorraron adjetivos: «astracanada», «mero vodevil» (Le Petit Parisien), «aventura carnavalesca» (Le Matin), «ridículo golpe en una bodega de cervezas» (United Press), «ópera bufa bávara», «farsa demencial» y «golpe chapucero» que «liquidaba por completo a Hitler y a sus seguidores nazis», (The New York Times).

Hitler y sus adláteres tomaron la cervecería y retuvieron a Von Kahr y a otros dos altos cargos del Ejecutivo bávaro, el general Von Lossow y el coronal Von Seisser, intentando convencerlos de que apoyaran su causa (los tres dijeron que fingieron apoyarlos para luego huir y desmarcarse).

Las tropas de asalto nazis y simpatizantes del partido recorrieron Múnich buscando a «judíos y otros enemigos del pueblo» a los que agredir. Pero el putsch fue desinflándose, según King, «minado, en gran medida por la falta de organización, las decisiones precipitadas y una tendencia a la improvisación más chapucera». Por la mañana, Hitler, «un hombre canijo, despeinado y sin afeitar», «claramente nervioso y agotado», según un corresponsal de The New York Times, «no parecía estar a la altura del papel» de caudillo de una nueva dictadura.

Los golpistas abandonaron la cervecería y marcharon por las calles de la ciudad hasta que la policía estatal y el ejército los interceptaron disparando y causando una masacre: 20 muertos y un centenar de heridos. Hitler cayó al suelo y se dislocó un hombro.

Luciendo su inseparable bigotillo que llamaban «recogemocos», llegó Hitler al primer día del juicio con un traje negro mal cortado, pequeño e insignificante. Fue un juicio, explica el historiador, donde los acusados, en vez de ser interrogados, pronunciaban largos discursos. Un exaltado Hitler desplegó, desde el minuto cero del proceso, «todo su arsenal de recursos retóricos y escénicos», mintiendo a conveniencia sobre su vida y sus méritos militares (cuando en realidad fue lo que en la primera guerra mundial llamaban «un cerdo de la retaguardia»).

Se demostró, escribió The New York Times, como «un orador hábil, capaz de explotar cualquier resentimiento en beneficio propio». Recalca King que «convirtió su juicio por traición en un espectáculo de propaganda nazi» hasta el punto de que el Frankfurter Zeitung se maravilló de que ese «mago de la oratoria» un poco corto y semianalfabeto fuera capaz de llevar al éxtasis a las multitudes y «hacer llorar a miles de personas».

La alta traición se pagaba con cadena perpetua. Sin embargo, aunque la sentencia del juicio, dictada el 1 de abril de 1924, fue de culpabilidad para los 10 acusados, las penas fueron leves. El fiscal Ehard no pudo con la parcialidad y el trato de favor del tribunal, presidido por Georg Neithardt, simpatizante nacionalsocialista: la condena fue de cinco años de prisión, pero Hitler solo tuvo que pagar una pequeña multa y cumplir seis meses de cárcel antes de salir en libertad condicional. Excepto por la prensa afín, el proceso fue calificado de «comedia lamentable».

Farsa fue también su paso por prisión, en el penal de Landsberg, como el preso 21 de la celda número 7, la más grande y luminosa, en un régimen tan privilegiado que fue como estar en un hotel.

Además de su sobrina Geli, que iría a ver a Hitler a la cárcel, donde el director vio cómo él, obsesionado con ella, la besaba en la boca, en la órbita del futuro Führer ya aparecen aquellos días del putsch temibles nombres clave del Tercer Reich: Alfred Rosenberg, «el verdadero ideólogo del partido»; Heinrich Himmler, quien abanderó literalmente una marcha para tomar el Ministerio de la Guerra; Rudolf Hess, al frente de un batallón de las tropas de asalto nazis; Hermann Göring, responsable de las tropas de asalto, que fue herido en la carga de la policía estatal y huyó a Austria, donde en el hospital cayó en la adicción a la morfina que le acompañó de por vida, y Joseph Goebbels, quien siguiendo el juicio, según escribió en su diario, empezó «a tener fe en Hitler» y sintió que al oírlo «se elevaba hasta el cielo».