Director: Carlos Domíguez Nieto

Obras: Obras de J. Turina, E. Toldrá, I. Alderete y A. Dvorák

El sonido de las chicharras se superpone a las escalas en los instrumentos de viento. Un ciprés descomunal se mece rítmicamente con la brisa del atardecer, asomando por encima del inusual escenario. Magníficas salas a cielo abierto se transparentan entre sí a través de arcos de herradura y, en el lugar central, los atriles dispuestos para los músicos parecen irradiar la geometría en la que se ordenan los asientos del público, muy separados unos de otros.

Los muros de piedra porosa y disgregada auguraban una buena acústica en este espacio casi geológico por monumental. Todos semiocultos bajo las mascarillas, el murmullo en sordina y el aplauso intenso, pero de sonido ahuecado. La escena se asemejaba a la visión de la Gioconda, bellísima y extraña, con un trasfondo inquietante.

En este ambiente de alta tensión estética arrancó la Orquesta de Córdoba --dividida por secciones-- con un programa de noche de verano: serenatas, divertimentos, piezas descriptivas y bastante música española.

Comenzó la Serenata para cuerdas de Joaquín Turina y el sonido se me antojó a medio camino entre la serenata al aire libre y la música de cámara, quizás por estar entre muros o por la cercanía a los músicos. Sonó de la mano de Domínguez-Nieto grave e intensa, con una orquesta de cuerda que iba encontrándose a sí misma en cada compás.

Con el director haciendo una introducción a cada pieza, el concierto avanzó con Vistas al mar, de Eduardo Toldrá: entre La Ginesta, que abrió con viveza, colorido y sensualidad y La mar estaba alegre, que cerró danzable y con la cuerda ya totalmente empastada, sonó Allí en las lejanías del mar, condensando la partitura en una atmósfera melancólica y tersa que, en el solo de violín encontraba ecos de nostalgia en las piedras lacónicas y descarnadas de la ciudad brillante y efímera. Hermoso instante de identidad entre continente y contenido.

Otro Instante nos ocupó en los siguientes minutos: obra del violinista de la Orquesta de Córdoba Ingmar Alderete, es un despliegue de alegría y diversión surgido durante el confinamiento que nos trajo el ritmo vibrante y el sentido humorístico a la velada.

Cambio de atriles y entrada de la sección de viento para interpretar la Serenata para instrumentos de viento, violonchelo y contrabajo de Antonin Dvorák. El bohemio de nacimiento y austrohúngaro de nacionalidad se debate entre las referencias a la Gran Partita de Mozart y su alma eslava en esta obra --aunque yo prefiero a Dvorák haciendo de Dvorák--, en la que tanto la trabajada dirección como la esmerada ejecución cuajaron en una interpretación excelente, plagada de inflexiones que alcanzó su cénit en los bellísimos diálogos entre el clarinete y el oboe del Andante con moto --gracias a Joaquín Haro y Pau Rodríguez respectivamente--. Prolongado y agradecido aplauso de los 140 afortunados que pudimos dejarnos seducir por la música y la brisa simultáneamente.

Al sentarme en el autobús que nos bajó desde el yacimiento a la sede, pensé que jamás me volveré a quejar de los asientos del Gran Teatro.