Los mejores chistes gráficos solo son comparables a los mejores singles de pop: ambos son relámpagos que por un instante detienen e iluminan el mundo (aunque a veces sea con una luz negra como la pez). Hay gente leída que sitúa en la misma liga la poesía, pero en esta ocasión van a permitirnos que nos alineemos con los queridos paletos de Gila y nos mostremos escépticos al respecto. El caso es que Miguel Gila (Madrid, 12 de marzo de 1919-Barcelona, 13 de julio del 2001) dibujó desde la década de 1940 hasta el fin de sus días una asombrosa cantidad de hits en forma de viñetas humorísticas, una batería de números uno en su género que ni los Beatles, Elvis, Michael Jackson y Madonna juntos en el terreno de la música popular moderna. No solo eso: también fue un monologuista sensacional, su faceta más popular, y escribió narrativa y poesía. Con los highlights de todo ello, entreverándolos con la peripecia vital del humorista (que podría ser La gran novela española, si existiera la utópica categoría, como existe la de La gran novela americana) en sus propias palabras, ha ensamblado Jorge de Cascante (Madrid, 1983) El libro de Gila. Antología tragicómica de obra y vida (Blackie Books).

Se trata de un volumen gemelo del que De Cascante dedicó a Gloria Fuertes hace un año. «En ambos casos, estamos ante personajes cuya potencia mediática ha distorsionado el conocimiento de su obra y sobre los que, por tanto, valía la pena investigar -dice el escritor-. Con Gila tenía miedo de encontrarme con batallitas de abuelo Cebolleta y me he encontrado con un autor bastante bueno, lo cual no es raro si tenemos en cuenta que de una forma u otra estuvo toda la vida trabajando con las palabras».

MAL FUSILADO // Gila vivió desde su nacimiento con sus abuelos y sus tres tíos paternos (solteros, para más información) en una buhardilla del distrito madrileño de Tetuán. Eran pobres. A los 17 años, se alistó en el bando republicano, en el Regimiento Pasionaria, para combatir en la guerra civil. En diciembre de 1938 fue fusilado junto con más de una decena de compañeros por un piquete de ejecución del bando fascista «con el estómago lleno de vino y la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas», según el fusilado. Les «fusilaron mal», para empezar «sin esa voz de mando que grita: ‘¡Apunten! ¡Fuego!», y Gila y el cabo Villegas sobrevivieron, el primero ileso y el segundo herido en una pierna. Gila consiguió sumarse a una columna de prisioneros rojos y pasó tres años en sendas cárceles. En la década de 1950, empezó a triunfar como humorista gráfico y cómico en teatros y películas, y en 1968 se exilió en Buenos Aires, entre otros motivos porque no podía divorciarse de la mujer con la que se había casado y vivía no sin problemas con otra, tenía deudas y estaba hasta la coronilla de la dictadura. Bajo la que, por otro lado, no le había ido nada mal profesionalmente (como algún izquierdista que no estuvo allí le echaría en cara más adelante). En 1987 regresó a España de forma definitiva.

Suficiente información biográfica para pasar a la obra de Gila, un caso de manual de lo que ahora se llama autoficción. «Cuando yo nací, mi madre no estaba en casa», frase inmortal que aplica solo un giro absurdo a lo que en realidad le sucedió. Y de su paso por la guerra sacó petróleo tanto en monólogos como en chistes gráficos. Se suele pensar en Gila como antimilitarista, pero era mucho más que eso; lo suyo era antiautoritarismo. «También estaba contra la autoridad de los padres, de los jueces, de los curas, de los árbitros, de los políticos... Estaba contra el poder en general», dice De Cascante.

TONO GENIAL // El hallazgo genial de Gila fue un tono «entre infantil y de paleto que le permitía aflorar verdades subyacentes -prosigue De Cascante-. Era como el niño que dice lo que los adultos no se atreven a decir. Esta fue su arma para trabajar bajo la censura». Ese tono, por cierto, tiene un eco bastante reconocible en las novelas de Santiago Lorenzo, por ejemplo.

Viñetas publicadas en La Codorniz y Hermano Lobo, por no hablar de los más recientes Encuentros en la tercera edad editados durante la década de 1990 en El Periódico, mantienen una vigencia sobrenatural. «Con Gila sucede lo mismo que con los cuadros de Goya, que los vas a ver y dices: ‘Joder, esto que cuenta lo he visto yo esta mañana’», dice De Cascante. Su amplia y terrible producción de denuncia de la violencia machista y de la cultura que la origina no mantiene la vigencia, mantiene una vigencia sangrante. El antólogo ha contado con la colaboración fundamental de Malena Gila, hija de Gila, que ha puesto a su disposición cuadernos y notas que le han permitido reconstruir algunos textos inéditos. Otro tanto ha hecho Pedro Ruiz. La obsesión de De Cascante ha sido mantener en todo momento la singular voz de Gila, para empezar en los monólogos, que fueron evolucionando a lo largo del tiempo y de los que no existe una versión por así decirlo canónica. Primero les dio una forma definitiva y después una forma literaria, siempre buscando que «hablara Gila». Le fue útil para ello una máxima del cómico: «Pensar como el más listo y hablar como el más tonto».