Pensé que se lo tomaría mal. Quiero decir que si el primer día que viajábamos juntos ya comenzaba a mascullar y a decir que no me gustaba aquello, y lo otro, y todo ello, y lo de más allá, él podría pensar, con toda la razón del mundo, que no es que no me gustara el lugar donde habíamos ido a parar, sino que ya no me gustaba él, Benito, que se había esforzado como un jabato para poder vivir un fin de semana «inolvidable, de aquellos que forjarán definitivamente nuestro amor». Forjar y amor, de entrada, tampoco me gustaba nada, la combinación quiero decir, ni esa manía que tenía de comparar el amor con cosas de fuegos y brasas que a mí me parecía definitivamente vulgar.

Pensé que se lo tomaría mal, pues, y evité hacer cualquier comentario. Me imaginaba que era muy sensible para estas cosas y que más valía pasar como fuera ese fin de semana y llegar al domingo por la noche, cada uno a su casa, y esperar al lunes para decirle, con un mensaje de wasap, quizá un mensaje de voz, que ya nos iremos viendo y que todo estaba muy bien, pero que ahora tengo mucho trabajo y no puedo responder a tus requerimientos. O más sencillo: «Benito, cuídate. Ya nos llamaremos un día».

Pero no lo pude resistir. Podía haber elegido una ciudad en el extranjero, o un hotelito con vistas al mar, o un chalet en la montaña, pero resulta que Benito optó por un apartamento en un pueblo, cerca de la frontera, que no tenía ninguna gracia o que solo tenía dos: era la fiesta mayor y vendían unas cajas de latón con unas galletas típicas de la comarca. La segunda cosa no me interesaba nada, pero lo más mínimo. Y la primera, mira, no me disgustaba, pero tampoco entendía cómo podía representar, para Benito, un reclamo que ayudara a consolidar una relación que apenas estaba empezando.

Flores de lis

Nos instalamos en aquel apartamento, que no tenía ningún encanto, aunque el anuncio de los apartamentos decía que contenía mucho encanto. Quiero decir: no tenía vistas, no tenía terraza, el colchón era demasiado blando y en las paredes, en lugar de piedra, que es lo mínimo que esperas en un apartamento de pueblo, todo era papel pintado, con unas flores de lis que te mareaban. De hecho, me mareé, sobre todo en el momento en que, nada más llegar, sin ni tan solo deshacer las maletas, me habló de fornicar. «Así removemos las brasas», dijo, en su línea energética. Agarrada a la cabecera de la cama, apretando con fuerza las rejas de hierro del cabezal, con todo de arabescos que se me clavaban en las manos, no podía concentrarme en nada más que no fuera en aquel engendro de flores de lis esparcidas por doquier. Y acabamos y él dice: «Esto es el maldito paraíso, ¿no te parece?» No hace falta añadir que no me lo parecía, más bien me parecía la cosa más deprimente del mundo, aunque este puesto de privilegio lo ganó, horas más tarde, desbancando a la decoración del apartamento y a la fornicación con Benito, la pareja que tocaba en la plaza del pueblo. Se hacían llamar Dúo de Dos. La mujer, con una falda de lentejuelas plateadas y un jersey escotado, con perlas embutidas en el jersey, cantaba clásicos de toda la vida. Él tocaba un piano eléctrico, llevaba pajarita, hacía sonar la pandereta de vez en cuando y también, de vez en cuando, daba la segunda voz. No bailaba nadie. Era la cancha de baloncesto del pueblo. Benito y yo tomamos un gin tonic en unas sillas de tijera. Solo corrían por allí unos niños que tiraban petardos.

Volvimos al apartamento. Entonces, después de la desolación, la catástrofe. Para llegar teníamos que atravesar un pasillo que llevaba a un comedor y, después, a las habitaciones. En el comedor, a oscuras, vi un cochecito de niño destartalado, oxidado con una muñeca en su interior. Y otra muñeca que me miraba desde una urna de vidrio, cilíndrica, con flores secas alrededor. La iluminación provenía de una bombilla esmirriada que te transportaba directamente al infierno, un infierno triste y afligido, inquietante y pavoroso. Todavía tengo en el alma aquellas muñecas y el cochecito. Aquí decidí que ya era suficiente, aunque Benito se lo tomara mal. Dije: «¡Esto es terrorífico, Benito! ¡Vamos!» Pero él contestó: «Justamente ahora te iba a comentar que a mí me parecía que tenía su encanto».

Fuimos a dormir. Tuve miedo de que la muñeca se despertara y me degollara. Al día siguiente, nos despertó el ruido de una radial. Benito dijo: «Mira, ya están con el zumo de naranja». ¡Era una radial, coño! «¿No oyes que es una radial?» Y él contestó: «Ay, mira, qué gracia, quizá sí, y yo que me imaginaba un zumo de naranja». El infierno debe parecerse mucho a aquella escena.

Mañana, quinto capítulo:?El de los zapatos.