Cuarto largometraje de Ramón Salázar desde que arrancara su filmografía con Piedras en 2002. Ésta última cinta, impecable y de un gusto excelente, se abre con la imagen de dos árboles, en tonos grises azulados -como todo el filme-, donde podemos leer sobreimpresionados los primeros títulos de crédito con el nombre de cada actriz, metáfora de cada personaje, creciendo individualmente en medio del bosque y con las raíces bien profundas en la tierra. A partir de aquí, asistimos al reencuentro entre una madre y una hija que fue abandonada muchos años atrás y que se quedó observando desde la ventana cada domingo cómo nadie volvía. La película es una obra de cámara, donde dos intérpretes (Susi Sánchez y Bárbara Lennie) se baten el cobre en todo un duelo interpretativo, entregándose al arte dramático más desgarrador, componiendo unos personajes que irán conociéndose a la vez que el espectador se acerca a ellos.

El misterio y el silencio irán rompiéndose gracias al valor de la palabra, la lejanía de tantos años de ausencia quedará, poco a poco, salvada en la recta final de una escalada hacia lo más alto que se pueda llegar en lo emocional, después de tanto sufrimiento y ausencia. Posiblemente, en un ciclo sobre el reencuentro materno-filial, yo uniría esta producción a Julieta, de Almodóvar, y La próxima piel, de Lacuesta/ Campo. En La enfermedad del domingo, el director de 20 centímetros compone su mejor obra y más contenida en todos los aspectos artísticos, desde las interpretaciones de sus protagonistas hasta los silencios que pueblan el guión o la perfeccionista fotografía y composición de plano. Impecable y adulta reflexión, también, sobre la culpa y la posibilidad de ajustar cuentas con el pasado en este filme que hay quien ha visto cercano en su espíritu al cine de Ingmar Bergman, donde también la mujer siempre estuvo muy presente.