Hay películas que a los cinco minutos de comenzar te preguntas por qué las estás viendo, ya te imaginas que será una pérdida de tiempo la elección del título y no te equivocas. Y también puede ocurrir, como en el caso que hoy nos ocupa, lo contrario. Al poco de arrancar The Cakemaker, título original de El repostero de Berlín, uno ya se da cuenta de que va a disfrutar una excelente película durante el resto del metraje. Los silencios, los acordes de un piano como leitmotiv que aparecen y desaparecen cuando menos te los esperas, la mirada del realizador a la hora de enmarcar la acción con pleno dominio del fuera de campo, el buen uso de la elipsis en la narrativa en diferentes tiempos, las contenidas interpretaciones de protagonista y antagonistas. En fin, que no defrauda en absoluto esta ópera prima del realizador israelí Ofir Raul Graizer. La sugerencia se hace muy presente en este interesante relato sobre la ausencia y el duelo, en un viaje a otro mundo lejano al del personaje que marca los tiempos en la investigación que desarrolla para introducirse en la vida de los otros en esta cinta.

Un introvertido y solitario pastelero alemán, enamorado de alguien con familia y residente en Israel que viaja puntualmente para cuestiones laborales hasta Berlín, donde se conocerán y comenzarán un romance, truncado por el destino. Y aquí es cuando irrumpe el misterio en la trama y empieza otra película con una extraña decisión del personaje encarnado con bastante solidez por Tim Kalkhof, un alemán en Jerusalem, todo gira y permuta durante la estancia en tierras extrañas cuando poco a poco entable relación con la mujer de su desaparecido amante, muy bien interpretada y con gran expresividad por Sarah Adler. Ambos pasarán de la extrañeza a la atracción, dentro del misterio que les acerca. Algo parecido a lo que nos contaba Sydney Pollack en Caprichos del destino en 1999. Aunque de muy diferente manera, salvando obstáculos y prejuicios.