En su último libro, Chanel, cocaína y Dom Pérignon, Loquillo se centra en el periodo 85-89 de su vida, cuando Barcelona parecía la capital de un imperio y Loquillo, un conquistador que regresaba triunfante.

-La mirada de Chanel… es serena y adulta. No va a saldar cuentas de juventud.

-No me interesa poner a parir a nadie. Ese tipo de biografías son muy infantiles. Mis libros son casi de aventuras, Los Cinco y los Trogloditas. Además, por aquel entonces éramos todos gallitos metidos en un corral pequeño, a ver quién la tenía más larga y tal. No te lo puedes tomar muy en serio.

-Su libro no es nada épico. La mayoría de situaciones dan risa.

-Es que por mucho que yo fuese de tipo duro, a los 24 no paraba de meter la gamba. Como lo del Renault Caravelle del 64 que me compré en 1986. Mientras yo creía que estaba aparcado en el garaje de uno de los Trogloditas, en Vic (Barcelona), resulta que su padre lo había estado utilizando para transportar sacos de cemento. Más tarde, cuando Sabino y yo nos lanzamos a la carretera, nos extrañó que todos los conductores nos saludaran. Pero no era un saludo: ¡la rueda izquierda estaba ardiendo!

-Me gusta su dicotomía de artista que conserva orgullo de tribu, pero a la vez supo trascenderla a tiempo.

-Siempre he sido pandillero, pero nunca he querido ser miembro de ningún club. Salí rebotado de mi tribu con Los tiempos están cambiando, en 1981. Fui rocker antes que nadie, entonces me fui a Londres y vi que los Clash eran una banda de rock’n’roll. Cuando volví y empecé a decirlo, me convertí en la persona más vilipendiada del mundo del rock (ríe).

-Siempre se ha rodeado de tipos únicos. En Chanel… aparecen una serie de personajes icónicos barceloneses.

-La gente inventaba su propio personaje. Las pintas que llevaban Tutti, Carlos Segarra, Fray de Decibelios… Se crearon unas identidades tremendas. Eran pioneros. A Fray, en el viaje a Vic que cuento, le confundieron con un harekrishna (ríe). El tipo que vino a frotarle el pelo no había visto nunca a un skinhead. Esa era la España real de 1985. La gente se piensa que ya éramos supermodernos, pero salías de Madrid y Barcelona y el resto del país parecía una república del Este.

-En el libro reparte capones entre el rockerismo auténtico de la época.

-Los Trogloditas éramos un grupo de garaje que triunfó. Detrás nuestro salió un underground que alardeaba de autenticidad, pero yo sospecho que no daban para más (ríe). Esos mismos auténticos, after-punks del Rock-Ola que se dejaron flequillo, acabaron escuchando grupos horripilantes. A nosotros, que habíamos sacado El ritmo del garaje tres años atrás, nos hacía mucha gracia. Kike Túrmix, que echaba pestes de la ful modernilla, había sido azafato de La Edad de Oro, cosa que le tuve que recordar. Mis capones son sin saña, porque eran juegos de chavales. «Que si escuchas tal grupo ya no te hablo». Empecé a llevar esmoquin para tocar los cojones.

-Su mirada siempre ha sido urbana. En el libro comenta sus choques con las comarcas.

-A Sabino le dije muchas veces si no podía haber encontrado a unos Trogloditas en Cornellà (Barcelona). Yo iba a Vic y no entendía nada, y ellos tampoco a mí. En Vic la gente escuchaba a la Companyia Elèctrica Dharma. Para mí, la Dharma era todo lo que no tenía que ser. Abundaba el progre reciclado: un tío que hacía jazz-rock y un día vio a The Police, se cortó el pelo, se puso una corbatita y se unió a la nueva ola. Eran gente que tenían cinco años más que nosotros, que se las daban de modernos y que se creían que se lo iban a comer todo. Existía una división generacional muy grande.

-El problema era la edad, que cantaban Brighton 64.

-La edad era vital. Cinco años eran un abismo. Con Quimi Portet no llegamos a un acuerdo para producir El ritmo del garaje porque aún pensaba que había que grabar con músicos profesionales. Fui con Los tiempos están cambiando a la radio y Pallardó dijo que era un homenaje a Dylan. Tuve que indicarle que era todo lo contrario. Ellos no paraban con la turra de Qualsevol nit pot sortir el sol. Nosotros nunca queríamos ver salir el sol.

-Escribe sobre Los Negativos, una de las grandes bandas de Barcelona.

-Los Negativos fueron la banda que mejor ha recogido la trayectoria del pop español. Desde Los Pekenikes hasta su época. Y no eran solo una banda rock. Tenían pasión por la estética, la cultura, el cine… Eran cuatro personajes interesantes por sí mismos. Yo fui muy pesado con ellos, era muy fan, llevaba sus maquetas a Madrid… Pero no fueron comprendidos, ni siquiera en la post-movida.

-En el libro toca la construcción de su personaje, el Loquillo icónico, duro, noble…

-La construcción del personaje se me puso a huevo. Contrariamente a lo que suele creerse, un artista no actúa cuando sale a un escenario; actúa fuera de él. El personaje de Loquillo lo construí como coraza. Para protegerme. Solo en el escenario me permitía ser yo.

-Me pregunto si alguien ha traspasado esa coraza.

-Soy muy celoso de mi intimidad. Parte de la coraza está hecha de mis amigos de siempre. En este libro no salen tristezas porque las tristezas vinieron luego. Mis etapas bajas han venido porque me rodeé de las típicas ladillas del mundo del rock. La coraza también tiene que ver con el hecho de que me haya tomado esto como un oficio, y no como unas colonias de verano.

-Siempre ha dicho que si eres de barrio de verdad lo que quieres es huir de él.

-La prioridad número uno de un chaval de clase obrera es largarse. Y punto. Mi abuelo era estibador, mi padre era estibador y por nada del mundo yo iba a ser estibador. Cuando yo crecí, el rock’n’roll era un clavo al que agarrarte si querías escapar del destino de tu clase social. Si hubiese nacido 10 años antes habría sido torero.