Tras varias actuaciones con grupos de cámara y después del memorable concierto que ofreció la Orquesta de Córdoba -todavía dividida por secciones- en el Salón Basilical de Medina Azahara, la formación cordobesa se presentó en los jardines del Alcázar ante su público con un programa formado por la Obertura de Rey Stephan, de Beethoven y la Sinfonía nº9, Del Nuevo Mundo, de Antonin Dvorák. Y lo hizo desafiando al calor, a la separación entre músicos -que dificulta la interpretación al escucharse entre ellos de forma diferente a la habitual- y a la endiablada acústica de un jardín abierto, sin amplificación ni concha que refleje el sonido y con el público a barlovento del escenario.

Es obligado en nuestra ciudad que los conciertos veraniegos al aire libre comiencen con un ostinato de chicharras y la presencia de Céfiro; el ostinato del jueves se prolongó sólo durante la Obertura de Rey Stephan, que nos sirvió para intentar amoldar el oído a la difícil acústica del lugar. El viento del oeste aún seguía soplando cuando abandonamos el jardín.

Tomó la palabra Carlos Domínguez-Nieto para anunciar la Sinfonía Del Nuevo Mundo como símbolo de la nueva (a)normalidad -los paréntesis son míos- antes de que la brisa amainase y nos permitiese escuchar los primeros acordes de la genial obra del bohemio -suaves en las cuerdas graves- con un sonido más concentrado y compacto que en la obra anterior.

La visión dramática, grave y vibrante de la sinfonía que tiene nuestro director pudo materializarse así sólo al albur de las condiciones del viento: aun así, los momentos brillantes surgieron y el empaste, que parecía imposible, asomó en ocasiones: el Largo comenzó en los metales recogido en sí mismo, meditativo y continuó dulce y soñador en la cuerda y la madera, mientras el Allegro con fuoco arrancó furioso, con un sonido de nuevo concentrado, que estuvo sostenido por unas cuerdas graves que, junto con el metal, las maderas y la percusión tuvieron una noche en la que lucieron contra viento y marea.