Cuando se habla de flamenco hay que enaltecer a Córdoba como referente ineludible de este arte, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. No podría ser de otra forma, ya que un bien ganado prestigio se enseñorea desde hace décadas en nuestros límites geográficos transmitiéndose la antorcha de una generación a otra, lo que predice firmes garantías para que siga consolidándose como nuestra más vigorosa seña de identidad.

En el Día Internacional del Flamenco es conveniente esbozar una breve pincelada sobre los antecedentes que supuestamente pudieron influir en la lenta elaboración de lo que hoy conocemos de este arte. Si partimos de Ziryab, ese genial músico mimado por el califato cordobés que supo aunar lo popular del pueblo con el refinamiento musical que traía desde Bagdad, hay que tener en cuenta que ya Córdoba comenzó a ser un referente de primer orden en ese sentido, que tuvo en la corte califal su más decidido apoyo. Una prueba evidente de la sensibilidad de aquellos mandatarios que gozaban de la voz desgarrada e impactante de Achfa de Bagdad, muy en línea, suponemos, a la hondura cientos de años más tarde de una seguiriya de un Manuel Torres o un Silverio Franconetti.

Córdoba ostenta desde hace tiempo una indiscutible importancia como capital del Flamenco y hoy es un buen día para recordar que desde mediados del siglo pasado, con la gestación del Concurso de Cante Jondo de 1956 que ganó Fosforito, hasta la proliferación de festivales que durante décadas nos ofrecieron lo mejor de la época, pasando por el movimiento peñistico, la Cátedra de Flamencología de la UCO, el prestigioso Festival de la Guitarra, la Noche Blanca, ávida de una revisión que vaya más allá del simple desplazamiento de masas de un escenario a otro, las matinales flamencas de la Posada del Potro, la potenciación de nuestro concurso nacional como nuestra más refulgente seña de identidad, hasta llegar a los conservatorios de Música y Danza, nos señala internacionalmente como punto geográfico a tener en cuenta.