El Padre es un excelente texto del autor francés Florian Zeller que muestra, o más bien acerca, al espectador la crudeza de esta enfermedad neurodegenerativa que es el alzhéimer. Zeller lo hace desde el punto de vista del propio enfermo que la padece. De este modo expone todo el mundo interior de Andrés, un hombre anciano perdido en la confusión de sus recuerdos. En la piel de Andrés está este gran actor que es Héctor Alterio, que hace gala del gran peso de los registros necesarios para mostrar todo el proceso de confusión mental por el que está pasando el personaje, todo el desorden en las ideas que llegan y se van, identidades que se duplican o que se deshacen como humo, situaciones que se repiten ante el espectador que cuando cree que ya ha capturado un momento, este se desvanece para dar paso a otro distinto que vuelve a encoger el corazón. Una tragedia, un drama, que si no fuera por las pinceladas de humor ácido de ese Andrés perdido en su propio mundo, que incluso se permite coquetear con quien va a ser su enfermera, convertiría la función, a ojos del espectador, en algo verdaderamente doloroso y sin un segundo de relax.

La obra muestra las obsesiones, las repeticiones a que lleva la demencia para el propio enfermo, cómo se transforma en cuestión de segundos de personaje encantador, tierno, afable, en un ser dominado por la ira. Si en esta tesitura está muy grande Alterio, no le va a la zaga Ana Labordeta en el papel de la hija que muestra la otra cara de la moneda: la de los familiares que deben convivir con las consecuencias de la enfermedad que, poco a poco, va consumiendo su existencia y tienen que entrar en la realidad en la que se convierte la vida, de Andrés en este caso. Es de mucha fuerza el momento en que Ana cuenta el monólogo en que dice matar al padre y todo se reduce a un sueño al que le ha llevado la desesperación. El resto de actores cumplen a la perfección los papeles asignados para arropar a padre e hija.

Magnífica la dirección de José Carlos Plaza, que no deja ni un momento para la relajación de público y actores, con un ritmo muy medido, con una sucesión de flashback, con saltos espacio temporales en los que la escenografía muestra lo que ocurre en el cerebro de Andrés, y en cada oscuro modifica algo del lugar en donde vive para trasladarlo, poco a poco, hasta esa residencia en la que todo estará ocupado por esa última cama de hospital desde la que llamará a su madre para que le acompañe, poniendo así a la función un broche final de lo más tierno.

Una obra para no olvidar por un público que se mantiene alerta en todo momento y que contempla el drama en silencio, o ríe, o llora...