Si usted se apellida Córdoba, o Toledo, es muy posible que tenga ancestros judíos, de aquellos que, cuando la expulsión decretada -incumpliendo sus propias promesas- por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492, decidieron convertirse a la fe cristiana para seguir en España, donde su vida se desarrolló bajo el microscopio de la sociedad y de la Inquisición. Como es sabido, sufrieron muchos pesares hasta que cesó la persecución y la historia fue diluyendo esa terrible e injusta memoria colectiva. Y la memoria propia de las familias, pues la mayoría no tiene ni idea en la actualidad de si hubo o no personas de religión hebrea entre sus antepasados de hace cinco siglos. Ahora bien, si se apellida Fernández de Córdoba (o Córdova, pues en aquella época se utilizaba indistintamente la «b» y la «v» en los nombres) o Álvarez de Toledo, o Mendoza, es muy posible que sus antepasados provengan de la más rancia nobleza castellana, pero también que fuesen, en el siglo XVII, conversos que, tras haber prosperado y conseguido una buena posición económica, necesitaran borrar del todo los datos de su origen para acceder con plenos derechos a un estatus social más alto. Y, para ello, ¿qué mejor que un apellido plenamente cristiano, capaz de acreditar la necesaria limpieza de sangre? Así, se convirtieron en parte de la nobleza.

Esa manera de integrarse en la alta sociedad, una de las utilizadas por los judeoconversos de cierta posición, había pasado más bien desapercibida para los investigadores, dado que se llevaba a cabo mediante una serie de sutiles maniobras que solo se pueden descubrir cruzando una ingente cantidad de información de fuentes distintas: archivos de la justicia, de ayuntamientos e iglesias, escrituras de propiedad, nombramientos, testamentos... Así podrá descubrirse cómo, por ejemplo, el nieto de un señor Aragonés, que compró una casa, figura como «Aragón» en su matrimonio treinta años más tarde, y el bisnieto «tiene dinero, una casa solariega que luce en la fachada un escudo de armas cristiano, cuenta con criados, esclavos y alberga en su domicilio una capilla, o ha colaborado en la fundación de un convento». Es decir, la familia de conversos ha ido creando una imagen que finalmente la salva del ostracismo social.

Ir desenredando estas complejas tramas supone un trabajo ímprobo, que ha venido desarrollando el profesor de Historia Moderna e investigador de la Universidad de Córdoba Enrique Soria Mesa con su equipo, y que ha desembocado en un estudio hecho público justo antes del obligado confinamiento por el coronavirus. Forma parte del programa investigador del Laboratorio de Estudios Judeoconversos de la Universidad de Córdoba, que él dirige desde su creación en el 2013. Soria está convencido de que estas averiguaciones, cuando se hagan públicas a través de bases de datos digitales, no solo contribuirán a esclarecer hechos interesantes del pasado de Córdoba, sino a propiciar experiencias turísticas de gran calidad que van a interesar a los actuales judíos del mundo entero.

Falsificar la ascendencia

«El objetivo era falsificar la ascendencia», explica Enrique Soria a este periódico, «pues era fácil cambiar los apellidos, en una sociedad que no imponía reglas como actualmente, y en la que incluso los hermanos tenían apellidos distintos, pero el grado máximo era usurpar el apellido noble de otros, por ejemplo, alargándolo». Así, relata, «Hurtado» podría convertirse en «Hurtado de Mendoza», que «suena a noble», o «Córdoba» en «Fernández de Córdoba», «Toledo» en «Álvarez de Toledo»... «En España los apellidos no conllevan nobleza en sí mismos», es decir, el mismo apellido lo puede llevar un aristócrata y un plebeyo, pero el arte de estas complejas operaciones residía en ir dando pequeños pasos que, en apenas dos generaciones, cambiaban la posición social de estas personas.

¿Cómo surgió esta vía de investigación? Enrique Soria recuerda que la primera vez que topó con este asunto fue en el marco de un libro que publicó en el año 2000 (El cambio inmóvil), en el que dedicó un capítulo a una familia de la más alta alcurnia que inició ese trasiego desde el apellido Córdoba a Fernández de Córdoba y lo terminó con el título nobiliario de marqueses de Canillejas. «Eran unos mercaderes y escribanos de Córdoba muy ricos, que tuvieron problemas con la Inquisición». Ese fue su primer acercamiento, al que sumó una investigación sobre el Reino de Granada y un último trabajo en el ámbito de toda España para una ponencia de encargo en un congreso. Empezó entonces a comprobar que no era un hecho aislado, sino «una estrategia» que se daba lo mismo en Córdoba que en toda España e incluso en la América española.

«Es difícil de investigar», comenta el profesor Soria, «porque requiere mucho trabajo de archivo. Mi equipo lleva tiempo en esta tarea de cruzamiento de fuentes documentales, porque un archivo te da parte de la verdad, pero hay que indagar en las fuentes notariales, judiciales y familiares». Así, una persona aparece con un apellido en una escritura de venta y con otro ligeramente modificado en un testamento. Tirando del hilo se reconstruye ese entramado de disimulos.

Y... ¿por qué? En otros países no hacía falta ocultar nada, pero en España sí. Si no se demostraba lo que se llamaba «limpieza de sangre» no se podía acceder a ningún cargo público, ni puestos sociales de relevancia, o entrar en una cofradía o gremio. Enrique Soria pone un ejemplo: «En teoría, con que solo tuvieras un antepasado judío de entre 10.000 no podías -y estamos hablando ya de 1810 o 1830- ser canónigo o entrar, por ejemplo, en la Cofradía de la Caridad. Era una locura, una gota de sangre te convertía en converso». Y una locura que no solo perjudicaba a estas personas, sino a la propia sociedad y a la Corona, porque se veía privada de personalidades y familias valiosas para los intereses generales.

Mirar para otro lado

España fue el último país europeo en acabar con ese control eclesiástico de la sociedad (al menos, formalmente). El Tribunal de la Inquisición fue suprimido en 1808 por Napoleón Bonaparte, pero restaurado de nuevo y abolido otras dos veces con Fernando VII. A la cuarta fue la vencida: en 1834 quedó definitivamente suprimido, al inicio de la Regencia de María Cristina de Borbón.

Pero, hasta entonces, la corona miraba para otro lado. «Era lo más inteligente, pues en caso contrario el Estado se quedaría sin jueces, sin fiscales, sin altos funcionarios...». El sistema está obligado legalmente a excluir a estas personas, pero no quiere hacerlo, porque la monarquía «no quiere perder a los mejores». De esta forma, argumenta el investigador, «se potencia el sistema, se refuerza, pues no renuncia a sus criterios aparentes pero incorpora a nuevos elementos que le son útiles» por dinero, conocimiento o profesión. Y es que los judeoconversos casi monopolizaban actividades como las de boticarios, mercaderes, escribanos, artesanos, médicos... Pero no era «un proceso lineal ni tan burdo como podría parecer, solo se permitía mientras se siguieran unas pautas, a fin de que quien usurpa un apellido parezca noble».

Y aquí entran los procedimientos que va descubriendo el Laboratorio de Estudios Judeoconversos de la UCO. Porque estamos hablando de falsificación de documentos, y esas acciones -de las que eran perfectamente conscientes en el entorno, hasta que pasaban varias generaciones y se olvidaban- eran también objeto de denuncias.

Los investigadores han encontrado casos en los que un miembro de la familia está en la cárcel inquisitorial y su hermano es regidor en otra, a lo mejor con otro apellido. Esas denuncias a veces se acallaban con sobornos o con amenazas, aunque alguna vez prosperaran. En unas ocasiones se usurpaba un apellido castellano sin más, en otras, se hacía mejor: «Una manera de hacerlo es que un auténtico noble te reconozca como pariente. Van al norte, por ejemplo, a Asturias, y casas nobiliarias necesitadas de dinero declaraban a su favor afirmando que un pariente suyo emigró a Córdoba hace cien años y el actual ostentador del apellido tiene derecho a utilizarlo». A cambio de ingentes cantidades de dinero, claro. Eso era «el broche de oro», según Soria.

Entre los casos cordobeses, además del ya citado de Canillejas, está el de los Aragonés, que pasaron a llamarse Aragón («dicen que vienen de Aragón, y eso suena a casa real, como si fueran miembros lejanos»), con el tiempo marqueses del Campo de Aras o, en Lucena, la familia Jaén, que trasmuta a Álvarez de Sotomayor, ya que se van abandonando algunos apellidos identificados con ciudades o sitios. Otro caso, aunque este solo latinizó su apellido, es el escritor y soldado Juan Rufo (1547-1620), con calle en Córdoba, y que era hijo de un tintorero apellidado Rofos. Es lógico que se hiciera así. Córdoba tenía una de las comunidades judeoconversas más importantes de España que «a finales del siglo XV y primeros del XVI va a sufrir tremendos ataques de la Inquisición».

Cuando el tiempo va pasando, el grupo con dinero (no todos los que tenían antepasados judíos podían hacerlo) va actuando para borrar esos orígenes. De los apellidos utilizados, «el más llamativo es Fernández de Córdoba», comenta Enrique Soria, pues «en el siglo XVII había un refrán que decía: ‘Córdoba sin don, judíos son’». El absurdo de las normas y la crueldad de la sociedad quedan de manifiesto.

El tiempo dejó caer su pátina y, por fortuna, llegó el olvido para todos, pero en el ínterin del paso de las generaciones hubo familias que consiguieron eludir estos abusos a base de ingenio, dinero, favores e influencias.