Llenazo hasta la bandera para estrenar la 38ª edición del Festival de la Guitarra de Córdoba con el sempiterno grupo madrileño Los Secretos, que en esta ocasión compartía escenario con la Orquesta de Córdoba en un formato que, aunque no es nuevo para ellos, es rescatado con la valentía y los riesgos que supone, tanto a nivel técnico como artístico. Todo ello en un precioso teatro de La Axerquía encorsetado a causa de la nueva idea de la numeración de localidades (incluidas las gradas parte-coxis) y la vigilancia para no pulular demasiado por el recinto, aún, al menos, sin reparto de «soma»; algo que le hace perder su esencia y quizás el romanticismo histórico de grandes recuerdos de seguidores de foso, mecheros, ambigúes de salchichón fucsia y demás imágenes clavadas año tras año en la retina de noches gloriosas en primera fila, ahora ocupada por butacas para bailar sentados y mover las muñecas, como dijo Lennon en una ocasión. Y es que quizás, a veces el progreso se torna, tramposo, en retroceso.

Los Secretos han sido fieles durante más de tres décadas a su personal estilo, pioneros entre el pop más genuino, incluso antes de los comienzos de la llamada Movida (o nueva ola) madrileña, y el rock sureño, junto a la confesa influencia de Álvaro Urquijo, que agradeció a su abuelo la herencia en forma de gusto por las rancheras y los tiempos ternarios. Todo ello les ha servido para fraguar su historia de personalidad inequívoca y tener reservado un lugar de privilegio en la historia de la música popular española. Y así lo demostró la nutrida asistencia cuando empezaron a sonar, casi en acústico y aun sin orquesta, con lo que ellos llamaron «entremeses».

La práctica totalidad de sus canciones se han convertido en himnos que el público acompañaba y aplaudía al reconocer. No obstante, a medida que avanzaba el concierto, el concepto pausado y tenue en sonido, aunque equilibrado, se iba convirtiendo en una especie de tedioso encanto de serpientes que hacía disminuir las ovaciones de aquellos que esperaban algo más de intensidad que partiera más de los orígenes del grupo. Pero, como dice el propio Álvaro, «la moda de Los Secretos es una isla con propia identidad», y todo ello pese a esos reveses y amargos letargos por los que la banda ha pasado, referidos también, sobre todo, a la infame muerte de Enrique Urquijo en 1999, una persona con carisma hasta su final no planeado, para el que su hermano tuvo, como siempre también, un recuerdo. Por ello, la noche del pasado miércoles Los Secretos volvieron a reinventarse y a echar mano de cualesquiera de la larga lista de éxitos de una obra extensa y sencilla que ya, según ellos, casi no tienen que ensayar. Dentro de ese comedimiento que al parecer exigía el nuevo guión y formato, son de nuevo reseñables la mesura y la elegancia que, quizás por ello o por la madurez de emisores y receptores, fue uno de sus destinos, que, si bien les aleja de su vertiente más rockera, les convierte ya en un clásico. La experiencia y sensibilidad del guitarrista Ramón Arroyo, maestro de la técnica slide, así como los arreglos orquestales sin demasiados alardes del teclista Jesús Redondo hicieron gala a una noche serena. A veces muy serena.