Kazuo Ishiguro nunca está donde se le espera. A lo largo de los años se ha dedicado a redecorarse una y otra vez como escritor atravesando géneros y temas muy alejados entre sí, y haciendo honor a ello ha acudido a la cita con el Nobel de Literatura cuando nadie lo esperaba. El pasmo ha sido absoluto porque en cualquiera de las quinielas que pusieran en el punto de mira a la literatura británica antes hubiera aparecido Julian Barnes, Ian McEwan o Martin Amis. Ishiguro es el raro en ese equipo, el dream team, nombre con el que los bautizó Jorge Herralde, editor que los ha cuidado a todos desde sus inicios en Anagrama y ahora ve premiados sus desvelos con el premio mayor.

Vayamos por la rareza. Ishiguro, pese a las apariencias, poco tiene de japonés. Nació en Nagasaki en 1954, a los cinco años se trasladó con su familia primero a Londres, por poco tiempo, y luego a la campiña, al condado de Surrey, donde fue destinado su padre, físico oceanográfico. En sus entrevistas suele contar que en ese entorno de la Inglaterra profunda durante su infancia y su juventud jamás vio a otro japonés más allá de sus padres y su vinculación a esa cultura pasó por las películas de Yasujiro Ozu y Kenzi Mizoguchi.

Antes de nacionalizarse británico en 1984, ya había recorrido mucho camino en su formación en las universidades de Kent y East Anglia, donde estudió con Malcom Bradbury y Angela Carter. En esa época empezó a darse a conocer como escritor con dos novelas típicamente japonesas como Pálida luz de las colinas (1982) y Un artista del mundo flotante (1986), en las que vertió un imaginario nipón un tanto abstracto ya que por entonces no había vuelto a visitar su país de origen. Lo haría más tarde a los 35 años.

En esos inicios ya se podía percibir su estilo aparentemente simple que, paradójicamente, es difícilmente definible porque, posiblemente a causa de su adn japonés, tiene tantos silencios que es más expresivo por lo que calla que por lo que relata. La secretaria del jurado del Nobel, Sara Danius, ha destacado «su fuerza emocional» y su capacidad para «mostrar el abismo bajo nuestro ilusorio sentido de conexión con el mundo» y es una buena definición. Más discutibles son las referencias a Jane Austen y Marcel Proust destacadas por el jurado. Quizá habría sido mejor mencionar a un Henry James simplificado en una prosa cristalina.

El primer volantazo en su trayectoria fue Los restos del día (1989), una novela tan british como Downtown Abbey pero con muchísima más enjundia. En 1995 y cuando todo el mundo parecía situarle como un novelista británico al estilo más clásico volvió a sorprender con una enigmática novela de ambiente centroeuropeo, Los inconsolables, muy mal recibida en un principio por parte la crítica inglesa, aunque con los años esa consideración cambió por completo y hoy es una de las obras más celebradas y más extrañas- del autor. Después, los lectores de Ishiguro se sintieron un tanto asombrados con Cuando fuimos huérfanos, en el que despliega de nuevo su estilo frío y aséptico, en un ambiente brumoso. Nunca me abandones, novela de ciencia ficción con implicaciones filosóficas, siguió en la estela de la utilización de distintos géneros y fue otro de sus grandes éxitos que también acabó siendo película. Tuvieron que pasar diez años para que el escritor regresara a la novela con la reciente El gigante enterrado, que volvió a dividir a sus lectores en detractores y defensores.