Barry Jenkins, el ganador del Oscar por Moonlight adapta la obra literaria de James Baldwin con maestría, consiguiendo un nivel estilístico de lo más depurado y, quizá, por ello, ha sido comparado con realizadores de la talla de Wong Kar-way. Magnífica fotografía, música excelente, interpretaciones de primer nivel, narración de impecable claridad, ritmo cadencioso que te lleva de manera hipnótica por el transcurso del relato, planificación más que estudiada, movimientos de cámara sin estridencias… Absolutamente todo está diseñado en función de una historia comprometida con ciertos valores sociales, retrato de una injusticia extrema.

Y aunque la película es la filmación de una asombrosa historia de amor, con una cámara que escruta los rostros y recorre los cuerpos con magnífica eficacia, también es muchas cosas más: la lucha imposible por restaurar injustas situaciones, la crónica social de una época que, desgraciadamente, se repite después de tantos años, o que no llegó nunca a superarse por parte de cierto sector de la sociedad el odio hacia la raza negra.

El filme relata el enamoramiento de una pareja de color, desde que se conoce hasta que se compromete, pasando por momentos íntimos filmados con suma delicadeza, fabricando atmósferas y ambientes. Pero cuando llega el hecho que lo transforma todo, una falsa acusación de violación que lo llevará hasta el encierro permanente y a ella a intentar salvar la situación antes que nazca el hijo que lleva en su interior, todo se transformará para mal. La emoción está asegurada, mientras vamos conociendo a los enamorados (estupendos Stephan James y Kiki Lane) y su evolución como pareja, narrados en forma de flash-backs e intercalados en un presente donde contemplamos los diálogos a través del cristal que les separa. Es como si permanentemente se enfrentara amor e injusticia, con el suspense que provoca dicha pugna: ¿será posible que el primero acabe con la segunda?