Con la programación para la próxima temporada flotando en el ambiente -variada, poliédrica e ilusionante-, el último concierto de la presente -un monográfico sobre Beethoven que retomaba el programa de la presentación de nuestra orquesta hace ya más de veinticinco años- despidió del podio cordobés a Lorenzo Ramos, director titular durante los últimos cinco ciclos.

El programa, exigente en todos los sentidos, abarca un periodo de doce años en la producción de Beethoven, desde la obertura Fidelio hasta la Heroica, con parada en el Emperador, recorriendo un trayecto no recomendado para aquellos que sufren de mal de altura musical.

Comenzó Fidelio y deseé íntimamente que la obra sirviese de «calentamiento» a orquesta y director, que el concierto fuese de menos a más, tras advertir lagunos desajustes notorios en las entradas y algunos despistes generalizados en la interpretación.

En el Emperador me concentré en la interpretación de Juan Pérez Floristán, ajustada y solvente, aunque me quedó la duda de si su encaje con la versión orquestal le restó un mayor compromiso expresivo, una aproximación más arriesgada y emotiva a la partitura. El bis que ofreció -uno de los momentos musicales de Schubert- no aclaró la duda, si bien es cierto que su extensión y su intención son totalmente diferentes a las del Emperador.

Aún a riesgo de reiterarme en las críticas hacia el Beethoven que tantas veces nos ha ofrecido desde hace cinco años el maestro Ramos y sin ser exhaustivo; discrepo de la sequedad de sus versiones, del escaso contraste -desde mi particular perspectiva, lógicamente- que imprime a la música del genio de Bonn y de su forma de aferrarse a aceleraciones que no admiten ni la profundización ni el matiz.

Resulta sin embargo evidente que hay abonados a los que esa forma de interpretar a Beethoven sí que les colma: ahí están los «bravos» que se oyeron y la ovación que obtuvo al finalizar el concierto.

Les envidio sanamente, se percibe claramente que lo han pasado muy bien.