El concierto de cierre de la temporada 2016-2017 de la Orquesta de Córdoba en la tórrida tarde del jueves presentó un programa orientado hacia la danza y el ritmo: en primer lugar, pudimos escuchar el estreno absoluto de la Suite de danzas iberoamericanas de Miquel Ortega, un encargo hecho para su estreno por parte de la formación cordobesa. En las notas al programa, Ortega resumía sus intenciones en esta obra: «…escribir una música muy directa para el oído, con temas que parecen sacados del acervo popular siendo originales», intenciones que se cumplieron en una obra ligera que comenzaba paseando sucesivamente la vital chacona de Juan de Arañés A la vida bona por las maderas, los metales y la percusión a modo de introducción. Deudora de la tradición, la melodía y el movimiento, la obra tuvo momentos de cierta intensidad -el sorprendente mambo que la cierra, más oscuro que festivo- y consiguió la ovación y el reconocimiento del público y los miembros de la orquesta.

Tras la pausa traté de explicarme la ligereza con la que empezó la interpretación de la Sinfonía nº 7, en La Mayor, Op. 92 de Beethoven como una inercia traída de la interpretación anterior, pero si en el Poco sostenuto-Vivace la dirección parecía pasar de puntillas por la obra, en el Allegretto, el primer y fúnebre tema resultó sonar más fácil y fluido que doloroso y esforzado. Las transiciones dentro de cada movimiento no existieron; sin significación ni detenimiento, sin jalonar las oleadas rítmicas que pueblan la obra, sin articulación, sin procurar los momentos de sosiego que nos permiten afrontar el siguiente embate del genio de Bonn en condiciones de apreciarlo, la séptima se convirtió en una extraña sustancia homogénea, una sucesión de monotonías a pesar de que la orquesta sacó a relucir un excelente sonido, independiente del sentido de la dirección que la guiaba.

No pude participar del entusiasmo en el aplauso con el que gran parte del público reconoció esta interpretación; faltaban Terpsícore y Dionisos, que debieron quedarse en casa.