Como he hecho de forma instintiva durante toda mi vida en los momentos difíciles y en los felices también, acudo a la música para poder reconocerme en ella y explorar lo que siento. En estos días recurro a las cantatas de Bach -aunque a él recurro siempre de una u otra forma-, a los últimos conciertos para piano de Mozart -sobre todo los 20, 24 y 27-, a Piazzolla y también al Tune Up de Sonny Rollins o al Love For Sale de Dexter Gordon, para mantener el ánimo alto.

Aun así, no paro de pensar en qué estamos viviendo. Desde el momento en que pasamos de primates a humanos, a través de los rituales funerarios y las celebraciones de los hitos del ciclo de la vida -siembra, recolección...-, hemos manifestado nuestras preocupaciones vitales en encuentros sociales que nos unen ante lo inevitable, ante la adversidad. Se trataba de crear entre todos una ley más humana que la de la selva que nos rodeaba y la de la vida que nos rige.

Parece que nuestra sociedad es bien distinta: el sistema que hemos creado nos lleva a la convicción de que funcionamos mejor compitiendo entre nosotros que colaborando, que el dinero nos pone a salvo de todo y que podemos ser independientes del resto. No nos hacen falta los lobos de la selva, ya los tenemos dentro de la ciudad.

Desde hace días, cada vez que me asomo al balcón, me martillea en la cabeza la frase final de Baucis, una de Las ciudades invisibles de Italo Calvino:

«Después de andar siete días a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada en la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje».

«Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia».

Sigamos contemplando -fascinados y perplejos- nuestra propia ausencia en las calles, cuidando así unos de otros, será la muestra de que amamos la vida que disfrutamos antes de esta distopía y de que seguiremos amándola con más razones, si cabe, después de ella.