Almodóvar ha manejado a la lo largo de su obra elementos de autoficción con bastante temple. En ‘Dolor y gloria’ el trazo autobiográfico es absoluto desde la misma composición del reparto. ¿O acaso no es una declaración de principios que Antonio Banderas, uno de sus actores más determinantes, encarne en el filme a un cineasta que es un reflejo en varios aspectos del propio Almodóvar? ¿O que Penélope Cruz, una de sus actrices más preciadas, y Julieta Serrano, presencia callada pero generosa a lo largo de toda la obra del autor de ‘Laberinto de pasiones’, den vida a la madre del cineasta en la edad joven y a las puertas de la muerte? Hay momentos de una emoción controlada, pero no por ello menos intensa, tanto en el tiempo presente como en ese pasado que no llega en forma de recuerdo, sino como un mecanismo narrativo perfecto para que entendamos en toda su dimensión al protagonista. Almodóvar fija con enorme delicadeza todo lo que atañe a la infancia de Salvador y la relación con su madre. El plano del niño mirando a su madre como lava la ropa en el río con otras lavanderas es tan maravilloso como maravillada es la mirada del pequeño. Y viene precedido de otra imagen acuosa, de útero y refugio, en la que el Salvador maduro está sentado en el fondo de una piscina. Nadie como el Almodóvar actual para filmar con tanta sensibilidad los primeros brotes de deseo y el reencuentro con un amor perdido. El director de ‘Volver’ se expone a sí mismo, a través de la autoficción, con una franqueza que es indisociable de los últimos años de su obra. La belleza de planos como el de él mismo contemplando su pasado -la noche en una estación con su madre- nos evocan a Bergman en ‘Fresas salvajes’, que filmó de similar manera el recuerdo de sus padres.