Hay un momento en Hannah y sus hermanas que muy bien puede reflejar la paradoja de recordar, metidos en la profunda tristeza de los atentados en La Rambla, que Groucho Marx se murió hace 40 años. La idea de que la risa es un lenitivo del dolor y la muerte. Lo descubre Woody Allen en la película de marras. Su personaje intenta suicidarse en vano. Se mete en un cine donde echan una película de los hermanos Marx y tiene la revelación de que la risa es una de las cosas por las que merece la pena vivir. Gracias a Dios por Groucho Marx quien, sin embargo, nos dejó una advertencia: «No reírse de nada es de tontos, reírse de todo es de estúpidos».

Cuando murió octogenario en 1977, sus películas, vistas en cines de repertorio, sesiones de cine escolares y omnipresentes en televisión --en España, era la mejor filmoteca del mundo entonces--, Groucho Marx todavía estaba vivo en nuestro imaginario. Una década antes, los movimientos de contracultura ya habían hecho suya su figura, la de un tipo del pueblo -«partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria»- que se dedicó a dinamitar las convenciones sociales sembrando el caos más absoluto. Por entonces sus gags seguían manteniendo una salud excelente.

Hoy el cómico ha dado un paso más allá camino de la banalidad, bigote pintado y puro en riste, y está en el olimpo de los icono pop, imagen de camiseta junto al Che y Marilyn, mientras sus ingeniosas frases son recogidas a cientos en internet y los más jóvenes desconocen sus películas porque su acceso a ellas ya no es tan fácil y la mayoría no quieren ni oír hablar de ver una película en blanco y negro.

Woody Allen llegó a la conclusión de que sus películas eran el mejor remedio para levantar el ánimo. En su momento, el éxito de Groucho y sus hermanos también fue un reflejo de su tiempo. Lo de la nada como origen era cierto. Los tres hermanos, Chico, el mayor, Harpo, el mediano y Groucho, el menor (sin las caracterizaciones eran bastante parecidos), eran en realidad cinco. Zeppo, el guapo, para entendernos, se descolgó cuando la Metro fichó a sus hermanos y Gummo no llegó a hacer cine. El motor de todo fue Minnie, la típica madre judía, que adiestró a sus chicos como a galgos desde niños para meterlos en los espectáculos de variedades, siguiendo la estela de un tío cómico. Los sobrinos acabaron siendo la sensación de Broadway, después de haber pateado los teatros de provincias más cutres durante años. Improvisaban de tal manera que a los espectadores no les importaba ver las funciones una y otra vez porque jamás eran iguales.