Eurípides dijo en una ocasión: «¿Quién sabe si vivir no es morir y morir vivir?». Lo cuenta Jámblico. Y en muchos casos parece que estamos muertos. No hay más que leer la gran mayoría de los estudios literarios que se realizan, repletos de una hermenéutica que, en sí, se distancia de la obra de arte. No sé si es postureo, filología o simple y errónea filosofía, una filosofía que se aleja del arte y con ello se aparta de la realidad. No podemos olvidar que esos estudios en realidad están evitando el arte, están huyendo de él con sus palabras. Y ¿cómo podemos denominar a algo que evita a ese todo? Es la interpretación, y desde hace tiempo se interpreta más que se crea. Como diría Pitágoras, se está atizando el fuego con un cuchillo.

La Universidad es un claro ejemplo de todo esto que comentamos. Las sesiones de lectura obligatoria han dado paso a la errónea interpretación de unos textos manidos, y ya manipulados. La lectura debe ser como una inmensa ola, una ola expansiva que nos envuelve y alimenta y, con ello, nos lleva en volandas hacia el arte, hacia la realidad, hacia la verdad. Esa ola deja a un lado la interpretación, y nos hace ingenuos, pero se trata de una ingenuidad certera, la única que precisamos para establecer el respeto, el auténtico respeto por el arte.

La interpretación está llena de criterios, de espacios intermedios, de límites, de posiciones que más que acercar alejan, de citas muchas veces incomprensibles, de interpretación, en definitiva. Interpretar no es crear, por más que se empeñe la filología en decir lo contrario. Crear es, tan solo, dejarse envolver por esa ola y alejar los criterios.

Cioran lo explica muy bien en este texto: «Quisiera proclamar una verdad que me excluyera para siempre del mundo de los vivos, pero solo conozco el sentimiento, no las palabras que podrían expresarlo».