José de Miguel Rivas nació en Córdoba en 1922 y falleció a los noventa y siete años el pasado 17 de junio, siendo bastante desconocido para un público mayoritario, acaso por su timidez y desidia para promocionarse, como él mismo confesaba. La última vez que tuve ocasión de hablar con él en Córdoba hace unos años me decía que llevaba viviendo tantos años gracias a las abejas, ya que todos los días tomaba al menos una cucharada de miel. No sé la relación de la miel con la longevidad, pero sí es seguro que su trabajo escrupuloso de orfebre de la literatura ha sido suficientemente revelador en su quehacer diario. Es un poeta que preserva la palabra y sus contingencias ofreciendo gozosas destrezas.

Al poeta solo lo enaltece o lo fulminan las palabras, y la habilidad o impericia que tenga para colocarlas en el orden adecuado, en esa especie de cuentas de rosario en que se organiza nuestra existencia. De ahí que dijera en su poema «Un libro» del libro Dulce plantel y canon (2003): «El libro esculpe, fija, proclama y eterniza/la cálida palabra,/la fecunda palabra,/la creadora palabra,/la Palabra,/quizá el mayor presente/que a los hombres los dioses concedieron./Al principio fue el verbo». José de Miguel, pues, llevó una labor más bien silenciosa, construyendo una obra de precisión, juiciosa y propicia al cuidado del significante y a la construcción de una sonoridad adecuada en cada caso. Por ese motivo decía que «la poesía es la palabra, toda palabra puede ser poética. La forma es fundamental y de lo más insignificante puede resultar un poema genial porque lo importante es cómo se exprese».

Aunque vinculado al Grupo Cántico de Córdoba (estuvo especialmente ligado a Pablo García Baena con el que convivió la aventura malagueña) no es hasta muy tarde, cuando anda por los sesenta años, cuando publicó cuatro poemarios casi consecutivamente, con una diferencia de pocos años: A orilla de la vida (1983) y Autumnia (1984), Pentacordio (1986), Lagar de Dionisos (1986) y Sonetos de amante (1988). Lo explicaba diciendo que antes se había dedicado a «quemar la vida» porque en su frontispicio existía una máxima de Horacio que siempre siguió: «En todos los actos de tu vida pon un punto de locura».

Es una lírica con claras reminiscencias clásicas que procede directamente de una lectura bien asumida del Romancero español y las lecturas renacentistas que llegan desde Fray Luis de León, Fernando de Herrera, la mística, San Juan de la Cruz, la escuela antequerano-granadina, Lope de Vega y Luis de Góngora, donde la nostalgia y la naturaleza se aúnan para crear una poesía dúctil, pero bien construida, sonora y llena de matices sensoriales que proyectan diversos estados de ánimo en una aleación significativa entre la trascendencia de consuno con el optimismo o la ironía o la intimidad más sonora. En algunos casos como García Baena o Juan Bernier en una línea claramente pagana donde los elementos referenciales se apoderan del poema con una sofisticada fuerza.

Ya en la década de los 90 publicó tres nuevos libros: Tres elegías andaluzas (1991) Insidias en las termas (1995) y Un vuelo hacia la luz (1997), en cuyos versos asoma ese paganismo clásico tan presente desde los primeros versos: «En las termas romanas/donde bronces y mármoles preciados enaltecen/de Caracalla, la munificencia,/el azar de los dados/jugaste, caro Licio,/aquel excelso libro, compendio de belleza».

Ya en el nuevo milenio escribió Al itálico modo. Cuaderno de sonetos (2000), Pastores de Belén (2002) y Dulce plantel y canon (2003). Sobre el primero, del que Fernando de Villena realizó la introducción, decía José Lupiáñez que era una obra densa y plural, luminosa, que muestra el embelesamiento del poeta ante la contemplación de la naturaleza: la palmera, la encina, la adelfa o sigue el vuelo del neblí o el cóndor ofreciéndonos su viñeta, una estampa emocionada que alterna con otros planos meditativos en los que, a veces, se implica él mismo y resume para sí la lección de singularidad que aquellas realidades le ofrecen. También surge el amor con fortaleza, como una bendición fatal que encumbra y abate al corazón del hombre.

Sobre Pastores de Belén, yo decía que el octosílabo (el más empleado) adquiere especial preponderancia en múltiples formas retóricas en torno a la temática navideña, a la que trata de insuflar una perspectiva más humanizadora. El villancico navideño adopta en la horma de Miguel una diversidad de registros que pueden ir desde la redondilla, las tercerillas, los dodecasílabos en serventesios, las quintillas, las octavillas quebradas...

Toda una versificación que acredita la soltura en el manejo del metro tradicional en la línea neopopularizante que tanta fuerza adquirió en boca de Lope de Vega, del que toma la cita inicial del libro. Una lírica de corte ingenuista y mistérico en el que los instrumentos retóricos de la tradición han sido bien asumidos, con una delicada ternura y una especial sensibilidad.

Un discurso, además, netamente solidario y yo diría que socializador en el que el escritor cordobés ha sabido conjugar con habilidad instrumentos de la tradición para desde la horma, siempre difícil, de la temática navideña ofrecernos una perspectiva original y comprometida con los miserables u olvidados de la historia.