Desde que acabé de leer los primeros relatos breves de Antonio Cruzado, supe que no había leído en balde. Un narrador con pulso no te da tregua y te salta a los ojos desde los primeros párrafos. Te das cuenta enseguida de que estás ante alguien que sabe qué decir y, sobre todo, cómo decirlo. Y no es poco ese saber decir porque la industria editorial nos ha acostumbrado, si se puede decir así, a un no leer, a un pasar páginas anodinas que te suenan con la monotonía y la previsibilidad de una conversación de cuarto de estar.

Antonio Cruzado había sido alumno mío y, al cabo de los años, tuve la alegría de encontrarme con su prosa llena de matices y de chispazos, recorrida por esos significados multiplicados que vibran en las páginas cuando se sabe tensar la lengua. A aquel primer libro de relatos, Sin sur, siguió otro también de cuentos, Noche de vuelta, y ahora nos ofrece una novela, El tiempo de las amapolas.

En esta última entrega, se confirma la buena mano de Cruzado para crear historias que resuenan mientras exploran las raíces de lo cotidiano, eso que solo alcanza a ver la mirada literaria. En este caso, nos ofrece una novela de aprendizaje de carácter autobiográfico, centrándose en un periodo que va desde que el narrador tiene diez años hasta que, con dieciocho, va a entrar en la universidad. Se refleja en esta historia toda la pulsión del adolescente que busca motivos de afirmación en la vida mientras la infancia sigue ahí, aún cercana, como un modelo de felicidad pura que ya es imposible de emular, porque la vida ahora transcurre de frente, te rodea con rapidez y es necesario entrar de lleno en ella, atraparla entre las manos.

Natural de un pueblo serrano, el narrador-protagonista sentirá pronto el aguijonazo de la huida de un espacio que lo arrincona. Expresado con la fuerza de lo vivido, se nos va contando un cerco de limitaciones. Todo es escaso o insuficiente, la familia y el pueblo como anclados en el tiempo, la ignorancia, el aislamiento, las costumbres tan arraigadas como estériles. Frente a ese espacio de residuos, donde solo la infancia puede respirar a pleno pulmón, está la ciudad promisoria, múltiple e insegura, en medio de la que el adolescente tanteará entre el instituto y las primeras lecturas, entre bailes, copas, y ritos de iniciación que llevan el sello de una blanda derrota que remite a la melancolía.

En esta historia, en gran parte confesional, el antiheroísmo y la sensibilidad del protagonista marcarán una visión del mundo crítica, cauta, casi preventiva. Y de aquí deriva uno de los aciertos del libro: la observación de los otros, la vida como una corriente demasiado turbulenta en la que debes sumergirte, el análisis de los códigos de los triunfadores. Frente a ello, la sinceridad del observador, la tímida nobleza con la que se acerca a los demás sin poder usar sus mismas armas, hechas de banalidad y dinero.

La novela es de fácil lectura (de fecunda lectura en aras de la riqueza del lenguaje) y a eso contribuye también su estructuración en secuencias cortas, como trozos de memoria, que le dan a la obra una calidad de caleidoscopio, de un cristal tallado en superficies nítidas y sugerentes, precisas y significativas, como microcosmos que pueden caber en un par de páginas.

El hilo conductor de la obra lo encontramos en el avance de la enfermedad irreversible de la madre que propicia los momentos elegiacos y anclan la obra en un territorio de reflexión y de un lirismo incisivo. Como una mínima muestra de esta excelente novela, les dejo esta cita en la que ese alumno en la vida que es el protagonista se pregunta, junto a la cama donde agoniza la madre, sobre nuestra condición de personas, siempre malos alumnos en este oficio de vivir:

«Es de noche y recito lo que aprendí en el libro de Lengua. Recito que como el toro, he nacido para el luto y el dolor… Lo recito sin saber nada de Miguel Hernández, sin estar de amor herido, ni de deseo. Lo recito porque las palabras me vienen y dicen en su plata y en su filo lo que yo no sé expresar. Porque el corazón desmesurado late en mi pecho como si tuviera que mandar por mis venas la sangre de todos los míos, una sangre alterada y amarga. Maldito yo nacido para el dolor».