Lo mejor de adentrarse en una obra literaria que no es novela, ni ensayo, ni poesía, y lo es, sin embargo, todo al mismo tiempo, es que uno no halla, cuando es de calidad, ni un solo recodo en ella de lectura donde no destelle un instante de sorpresa que nos haga tocar de pronto lo inefable. Sobre todo si el libro fue escrito, como este, Los errantes, en un estado de gracia vespertina que convierte lo crepuscular y oscuro en materia diáfana, limpia e iridiscente: aquí en esta obra el lenguaje es esencial. Cuando han sido agotadas las fórmulas narrativas comunes o convencionales y el lector se acaba cansando de toparse diariamente con libros llenos de lánguidos argumentos, encontrarse con este de Olga Tokarczuk, premio Nobel de Literatura 2018, supone de entrada un regalo y, sobre esto, más que alegría una gratísima sorpresa.

Uno entra en el bosque brumoso de este libro y se deja llevar enseguida de la mano de una escritora que sabe dibujar las entrañas del mundo a escala microscópica aunque, luego, nos presta las gafas de su estilo abundantemente terso, luminoso, para que así podamos contemplar los paisajes humanos y físicos de su obra a un tamaño mayor, a una sugerente escala que engrandece el tamaño de lo inútil y olvidado, transformando en belleza lo umbrío y lo soez, lo que más de una vez roza lo escatológico. Aquí, en Los errantes, la sustancia literaria se nutre de espacios líricos magnéticos, de asuntos aparentemente insustanciales que, no obstante, la mano de la autora va encauzando concediéndoles una tangible transcendencia: «No me atraen las colecciones exhibidas en el centro de las ciudades, sino las pequeñas, junto a los hospitales, a menudo trasladadas a los sótanos» (pág. 23). Ese amor de la autora por lo minúsculo y sencillo, por lo herido y rozado por el labio de las sombras, nos hace entrever dentro de este libro genuino y distinto a tantos otros de su tiempo, lo que queda en los ángulos remotos y olvidados de un mundo exquisito, superfluo y egoísta que solo presta atención a los grandes fastos y a las personas que triunfan y desfilan, camuflados de artistas o creadores oportunistas, por la hoguera grotesca de las vanidades: «Me he limitado a sonreírles y asentir a todo lo que decían. Nunca he querido introducir desorden en sus cabezas haciéndoles ver que no existen» (pág. 98). Y unas líneas antes de esto, en el mismo capítulo titulado «Limpiar el mapa», la autora confiesa que aquellos lugares donde «fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir», dejando bien claro en qué sitios o rincones se halla a gusto y también, al contrario, aquellas otras geografías a los que no va a volver de ningún modo.

No hay que seguir un orden de lectura lógico para captar el sentido de este libro en el que todo se muestra, en apariencia, como una materia anormal y anárquica, donde, no obstante, subyace un fluido armónico que va dotando al conjunto de la obra -dividida en capítulos de insólita belleza- de un equilibrio argumental muy sólido. En Los errantes hay piezas narrativas especialmente breves, de profunda sutileza, como por ejemplo las tituladas «Psicología de la isla» (pág. 97), «El avión de los lujuriosos» (pág. 159), «El otro cook» (pág. 269) o «El mapa de Grecia» (pág. 351), que contrastan con otras de mucha más extensión como «El libro de la infamia» (págs. 66-70), «Festín del miércoles de ceniza» (págs. 81-96), «Viajes del doctor Blau II» (págs. 141-159) o la que da título al libro, «Los errantes» (págs. 220-250), la cual es, por cierto, una de las más flojas, anodinas y frágiles del volumen, a pesar de que algunos prestigiosos críticos de mucha influencia la hayan ensalzado.

POÉTICA ARMONÍA

A primera vista, Los errantes es un ensayo compuesto de piezas aparentemente extrañas; sin embargo, lo que más sorprende en esta obra es la equilibrada yuxtaposición de los capítulos, esa subterránea y poética armonía, sutil e invisible, que enlaza unos con otros componiendo así un entramado delicioso: el dibujo elegante de un mapa literario en el que se anudan visiones metafísicas, descripciones sutiles de paisajes misteriosos, cartografías íntimas, gozosas, de viajes recónditos a lugares inexplorados del corazón del hombre, esos rincones donde lo escatológico, o repulsivo, ha sido impregnado de un poético fulgor que convierte lo sucio, la innoble casquería, en ebullición de transcendental belleza, como vemos en el largo capítulo dedicado a «Los viajes del doctor Blau I»: «Los cuerpos encogidos y resecos... Sus adornos, pliegues y volantes habían perdido nitidez, estaban hechos una maraña de materia medio podrida de la que, aquí y allá, asomaba un botón de nácar. La boca, abierta y ensanchada por décadas de sequedad, dejaba ver manojos de hierba» (pág. 137). Casi todo el citado capítulo se centra en la descripción pulcra y minuciosa del embalsamiento y la conservación de cuerpos que no eran momias humanas, sino, como apunta el propio doctor Blau, «que, gracias a Dios, se trataba de chimpancés muy mal trabajados, una chapuza poco profesional», añadiendo después que comerciar con este tipo de momias era muy frecuente en los siglos XVIII y XIX. El propio personaje, doctor Blau, hace esta interesante descripción en uno de los diálogos en que interviene: «La momia -comenta- es una manera bastante penosa de conservar un cuerpo. Solo crea la apariencia de que lo tenemos entero ante nuestros ojos. En el fondo, un truco evidente. Una ilusión circense, ya que solo conserva forma y envoltura externas..., la antítesis ideológica de la preservación. Una barbaridad» (pág. 137).

En Los errantes, de entrada, comparece una visión romántica y genuina de la realidad entrevista, o contemplada, a través de unos ojos tiernos, compasivos, que ensalzan lo humilde y borran lo grandioso. Habíamos hablado de la yuxtaposición que da forma y sentido misterioso a unos capítulos que, a primera vista, por múltiples razones, no tienen mucho que ver unos con otros. De modo que a uno centrado, por ejemplo, en la conversación entre dos hombres que viajan junto a la escritora en un avión sosteniendo teorías de olor seudocientífico, unas páginas más adelante, sigue otro donde alguien le escribe cartas a su pierna amputada, mostrando la autora una reflexión genuina sobre el sentido del dolor humano, su huella indeleble relacionándola con Dios, con la primera raíz de la existencia: «Es Dios mi dolor. He pasado toda mi vida viajando, he viajado a mi propio cuerpo, a mi extremidad amputada... Hoy me puedo preguntar: ¿Qué he estado buscando?» (pág. 206). Al final se impone el viaje a la quietud, el movimiento interior al dolor estático, la putrefacción de la luz al paso del tiempo, mostrando la autora un magnético mosaico de lugares, espacios y genuinos personajes que rebasan los límites de la imaginación a pesar de vivir sumergidos en las cloacas de una realidad aparentemente gris, aunque en ella refulge una peculiar poesía que nos hace viajar a las entrañas del silencio, al interior sagrado de la niebla.

‘Los errantes’. Autora: Olga Tokarczuk. Editorial: Anagrama. Barcelona, 2019.