La primera y única vez que lo vi fue en una lectura que di en el CEU de Madrid. Por entonces, acababa de obtener recientemente el premio de poesía que lleva su nombre. Él apareció de improviso y llenó con su presencia la amplia sala de butacas. Un saludo cordial y afable, antes de la lectura. No era un espectador cualquiera. Causaba respeto tener allí, observándote, a un poeta fiel a su estilo y principios, que era capaz de detectar la poesía incluso en estilos que nada tuvieran que ver con el suyo. Un maestro del verso, y claro, los nervios podían aflorar, aunque creo que conseguí mantener el tipo, a pesar de que me hallaba al principio del camino todavía.

Acabada la lectura, pude pararme más con él, charlar un poco, y rescato ahora sus generosas palabras de elogio, que recojo ahora más como una muestra de afecto y cariño hacia mi persona que de otra cosa. Después nos perdimos, cada uno por su lado, en la noche madrileña. Desapareció como por arte de magia. Pero el destino es caprichoso, y justo al bar que fuimos, allí estaba de pie, Mariano, con su medio de vino, como esperándonos. Me regaló un ejemplar ya inencontrable de la poesía de Ricardo Molina, que aún conservo. Fue una noche un tanto especial. Crecí y no perdí nunca de vista su poesía, salpicada con algún intercambio epistolar. Con el tiempo fui indagando el porqué de su nula presencia en casi todos los foros y citas poéticas, alguien con ese peso y su casi invisibilidad la generación del 50. Incógnitas que también el tiempo y las circunstancias van despejando, pero solo en parte. La poesía, la que perdura, acaba por encontrarnos. Y eso pienso siempre con Mariano. Él no hacía nada por proyectarse, son los lectores los que han de encontrar esa particular luz que no desaparece en el firmamento, no, simplemente dice hasta luego, porque los versos -sus versos- quedan aquí, en la tierra: «Pues el mundo gira,/el instante pasa/y todo lo que no sustenta la tierra/(y da felicidad)/es como si no hubiera existido».