Verónica Aranda es una poeta-pintora, olfativa de especias, gustadora de pescados y vinos de las islas, visionaria de casas blancas encaladas. Una viajera que capta el alma de los lugares que visita, pero también su ambiente, su bohemia, su esencia, sus colores. En definitiva, tiene una voz tan singular y única que si leyeras un poema suyo sin saberlo escrito por ella, reconocerías la huella de su poesía.

-Su libro ‘Dibujar una isla’ se centra en las sensaciones experimentadas a través de un viaje, exterior-interior, por las bellísimas islas griegas.

-Sí, como casi todos mis poemarios, parten de un viaje. En este caso se fue gestando después de cuatro veranos recorriendo varias islas griegas, algunas bastante auténticas y recónditas, interiorizando esos paisajes austeros mediterráneos y esa luz blanca que brilla en los amaneceres y se filtra a lo más profundo. Por otro lado, hay un viaje interior intenso, el paisaje se hace intimidad, se traduce en estados de ánimo, en una relación amorosa que empieza a erosionarse. Por lo que los poemas trazan también una línea que evoluciona del amor al desamor y a la ruptura. Muchos poemarios anteriores tenían mucho de cuaderno de bitácora. Este tiene más de fragmentos de diario íntimo, pero gestado siempre desde el movimiento del viaje.

-Lo ha estructurado geográficamente. En las dos primeras partes: «Mar Egeo», «Mar Jónico». La tercera: «Dibujar una casa». ¿Metáfora de la isla como casa?

-Así es. Son vasos comunicantes. La casa como isla y la isla como casa. Porque la casa puede ser refugio, pero también intemperie, podemos sentir el mismo aislamiento y soledad que se siente a veces en una isla. La casa está rodeada por muros que crean el hogar, las islas por el agua. Allí están sus muros que la amparan y protegen. Creo que la isla es una metáfora de casa con muros del mar.

-Es un poemario-pintura. Se disfruta isla a isla y se ven como si fueras una viajera.

-Creo que mi poesía es bastante visual, parte de la contemplación de los lugares visitados, vividos, pero también bebe mucho de la pintura. Doy mucha importancia al cromatismo, a interiorizar la luz. Lo contemplado entra también a través de los sentidos. Está muy presente esa luz blanca intensa de las islas griegas, que me deslumbró, pero también tonos volcánicos de Santorini, las casas encaladas y añil, los tonos turquesa cristalinos del Egeo, los ocres venecianos de Corfú y pequeños esbozos de la silueta de las islas. Formas y mapas que se interiorizan y que son, asimismo, parte de ese viaje interior, de esas reflexiones desde el nomadismo, donde siempre somos distintos y podemos vivir otras vividas mientras dura el periplo. Es una paleta con multitud de colores diferentes.

-«Cuando el poeta baja/a recónditas playas de guijarros/ve el rostro de Nausika/en las branquias de un pez». Después nombra a Ítaca y Penélope. ¿Se ha sumergido en el mundo clásico, en la ‘Odisea’?

-Así es. Mi poema de cabecera es Ítaca, de Kavafis, y esa filosofía del viaje que se prolonga y nos enriquece con experiencias y conocimiento. El yo poético nómada puede ser Ulises y Penélope al mismo tiempo. En esas travesías en barco o en los atardeceres portuarios me acompañaba mucho la poesía de Kavafis y de Kavvadias. Y mientras iba elaborando el poemario también leía fragmentos de la Odisea y de Safo y traté de impregnarme del mundo clásico y la mitología griega. Y en todos esos viajes siempre llevaba en la mochila poemarios de Yannis Ritsos, Odysseas Elytis o Maria Lainá, son poetas a los que siempre vuelvo y nunca me defraudan. Son poemas de relectura. Por eso siempre que viajo los llevo conmigo. Los necesito, es un mundo en el que me encuentro a gusto.

-La tercera parte huele menos a mar y más a cama, a interiores, a deseos: «En la alcoba verde agua/se tiende una mujer y yo observo su pubis/y ella mira mis hombros...La comunión es tan perfecta/que el vientre de la casa engendra orquídeas».

-Posiblemente sea el poemario donde más me desnudo. Va más allá de la poesía de viajes y la poética de los lugares. Quería también experimentar con la poesía erótica, que ya se esbozaba un poco en Épica de raíles, pero que no dejaba de ser un reto porque te implicas y arriesgas más. Cuando escribes sobre viajes, en cambio, te puedes escudar más en las descripciones y dejar más de lado el yo; y el haiku, que también cultivo, tiende a la desaparición del yo. Pero en esta tercera parte emerge y es el centro de la casa, de los rincones recoletos, de las habitaciones... del amor.

-Todo el libro transmite sensaciones positivas, solo en estos dos siguientes poemas, hay algo de malas vivencias: «La casa de la enfermedad» y «La casa miedo»: «El miedo se alimenta/de una quinoa oscura/Caen escombros y se derrama harina de amaranto/Ahora que el tiempo se dilata,/algo nos paraliza...».

-En esto hay división de opiniones. Más de un lector me ha comentado lo contrario, que le parecía un poemario más atormentado que los anteriores. Creo que recoge todo tipo de vivencias y estados de ánimo. Sensaciones luminosas y de plenitud en las islas, pero también su envés, la incomunicación, el desasosiego. Las dos primeras secciones se podría decir que son más positivas o gozosas, pero siempre hay algún símbolo que va introduciendo el conflicto y la problemática del desamor. La última parte es una alegoría de una casa en construcción, que aún no está del todo habitada y eso conlleva angustia, ruptura con lo anterior. Y cuando aparece el yo, siempre aparecen conflictos.

-Aunque el libro está dividido en tres partes, respecto a los campos semánticos está en dos. Campos semánticos exteriores: «Mar Egeo» y «Mar Jónico», y el de interiores: «Dibujar una casa». Para mí son diferentes. Es como el mar y la alcoba.

-Así es. Está la intemperie de las islas en las dos primeras secciones y van ligadas a lo diurno. En cambio, en la última sección predomina el interior de la casa que anhela la intemperie y la sensación de isla griega, pero aparecen más símbolos nocturnos y oníricos, y la angustia de una espera poco fértil y de la inmovilidad tras el periplo.

-Usted siempre ha sido más amiga del mundo de los bazares, del olor a incienso, a albahaca, a menta a azafrán...

-Quizá algunos lectores me asocien con la India o con los poemas de los cafés y medinas de Marruecos, pero Grecia y la luz del Mediterráneo han nutrido también mi imaginario desde que empecé a escribir. Me parece un país muy sensorial, sin llegar a la dimensión de Oriente, claro, donde estamos continuamente interiorizando imágenes insólitas y sensaciones auditivas, visuales, olfativas que luego van saliendo en forma de verso.

-¿Qué es la escritura para usted?

-La escritura para mí es una forma de meditación, de romper un poco el caos y estar más en comunión con el mundo y la naturaleza, hace que me sienta mucho menos extranjera en países lejanos. Escribo para atrapar instantes intensos, para registrar esos pequeños detalles de los viajes que, de otro modo, se olvidarían, y para poder expresarme en esos páramos donde no llega el lenguaje cotidiano.