‘Carta florentina’. Autor: Guillermo Carnero. Editorial: Fundación José Manuel Lara. Barcelona, 2018.

Al fijar como subtítulo de su Carta florentina la fecha de enero-marzo de 2018, Guillermo Carnero nos ofrece una primera clave temporal de este libro que asume toda clase de riesgos porque la temática del amor y el desamor poseen siempre una singladura compleja para no caer en caminos trillados por agotamiento. Carnero, industrioso e inteligente en el uso de los recursos expresivos, no ofrece en esta obra una especial pirotecnia de cultura y vida, sino de la capacidad que posee la técnica poética para no caer en lo nombrado.

Carta florentina es un único poema de 757 versos en tres movimientos donde las vivencias concretas retoman la sustancia del poema y alcanzan la posibilidad de recuperar identidades rotas o las peripecias discursivas de la palabra que en manos de Carnero son muchas. La asociación inicial, con citas de Virgilio y Monteverdi, ya establece un marco donde respira la muerte y la vida (el mito de Orfeo) y la afortunada vejez entre las corrientes, pero también el verso final: «Io son morto, mia vita, e tu respiri», con los que crea un paradigma vital que, con su «Nota preliminar», aclara la sustancia, entre lo que fuimos y lo que somos, y la definición de poesía (acudiendo a Wordsworth) como emoción recordada en tranquilidad.

En un espacio muy concreto, Florencia (con los excursos de Roma y Lisboa), que actúan como referente cultural y como contextualización personal si antes había sido la simbología de Venecia, esencial para esta generación en los años 70. En esta singladura, la naturaleza, la vida, las sensaciones se llenan de literatura para el disfrute de los sentidos y la culminación de la palabra, que puede ser como una especie de diario vital sucesivo, en el que el endecasílabo blanco posee un ritmo emocional de enorme riqueza sonora.

Se sitúa en ese anciano venturoso y en su fragilidad temporal que trata de dignificar su mortaja en un «vergel sin muros». Hay un imaginario del pasado en la que ese viejo, «temeroso y extraviado/busca una revelación». En su ayuda acuden los alejandrinos con su cadencia condensada. Y la caída de la tarde concita la belleza decadente mientras los recursos metafóricos y metonímicos diversos se apoderan del poema en un lenguaje culto que nos lleva a lo descriptivo sublime, donde la música tiene sus recursos junto a los periodos oracionales amplios que muestran su cadencia sonora y sensual. La memoria se apodera del poema y la temática del jardín terrenal tan querido desde Horacio, siendo el agua, las fuentes, la ciudad, las que se van desangrando en esta hermosa construcción operística en la que el proceso de acumulación imaginario y los elementos descriptivos se apoderan de esta ensenada que es la existencia. Hay una «epifanía del recuerdo» en la que el poeta entra con pasión, entonces llega Lisboa, la torre de Belem, la voz de una mujer ante la fuente, y progresivamente el estremecimiento de las sensaciones que se van perturbando y dibujando el emblema del libro, que es la vida propia, y el amor como el único peligro de la existencia para el que no lo posee: «El que no siente amor corre peligro:/no vivirá sus días con el color intenso/de la profundidad y la certeza,/y habrá cruzado el tiempo sin nombrarlo». Pero también dirá más adelante que «Aquel que siente amor se vuelve un niño/indefenso, inocente, amenazado». Son las paradojas de su empuje.

SIMBOLOGÍAS DE LA MUJER

Carnero construye sabiamente un tratado sobre el amor, sus carencias, sus turbaciones, su belleza germinada, y presenta a la mujer en su plenitud con todo tipo de simbologías: «reloj de arena, cuerpo de mujer». La mujer como causa pero también como efecto, deseo, desamparo: «¿Reconoces/a quien viene a pedirte salvación». El poeta toma el peligro del amor, se hace en él, se siente vivo en esa especie de imperfecciones que se unen en los afectos. Pero quizá todo sea invención, siempre la amada se elabora como una especie de espejo particular en donde afloran tanto lo más arrebatado como su caída. Y en torno a este dilema estamos construyendo la transición muerte-vida-muerte-vida, en una senda de invenciones y paradigmas personales con el que tratamos de alcanzar un sentido a la existencia. La simbología del grano y la podredumbre en su tercera parte nace como un recorrido dialógico entre los paradigmas de la vida y la muerte, pues es el momento de echarse al mar «orlando el hundimiento». Progresivamente se va adueñando del verso el discurso de las columnas caídas al tiempo que se destruye el amor y, si había caricias temporales en un lenguaje ocupado por la música, el tiempo se apodera de ese olvido y la evanescencia consume el sueño inacabado de «esa desnudez lejana y escondida». Ha llegado el final y con él la sombra y la innominación de ella pues como una especie de Eurídice ya se encuentra en el infierno.