La realidad no es algo dado: hay que salir a buscarla, salvarla, afirma John Berger. Sin oponer lo real a lo imaginario; tiene lugar la construcción -coherente- de la imaginación. Partiendo de esta base, podríamos afirmar que Inés Mendoza nos adentra en su propuesta de 18 piezas bien escritas, definidas con acierto y pulcritud, cuya intensidad y estética nos invita a adentrarnos en la belleza, pero sin olvidar esa demarcación -tan flexible- entre lo real y lo ficticio como una constante que Mendoza ejercita con cierta continuidad. Vaciar lo real para ver que queda dentro, que nos depara, en ese plano continuo de la duermevela, escena en la que una y otra vez, el ser humano queda reducido a lo más diminuto, despojado de su ego, de todo lo sobrante, y cunde cierto desencanto; esa extraña nostalgia volandera que Mendoza imprime a la mayoría de sus textos. Es muy posible que la autora ponga en juego cierta táctica envolvente. Ir rodeando al lector, con suavidad pero con firmeza, para llevarlo hasta el centro de la acción. El cuento de la Rosa no es el único ejemplo pero sí uno de los más visibles. El lenguaje arropa, crea capas, hace que nos relajemos dentro de él, que la magnitud de los distintos tiempos del relato puedan rozarnos y nos acomodemos -pero no demasiado- en esa extraña quietud premonitoria que Mendoza maneja con firmeza. Lo metaliterario también es otro de esos sustentos que fluyen con regularidad, hacia esa estética que hace continuos guiños al romanticismo, las vanguardias (la muestra de autores y obras al respecto es significativa), que representa toda una estética y ética, que huye del capitalismo -hay una crítica intensa al mismo- y a la vez invita a cierta ensoñación, a profanar los límites de esta realidad en la que nos hallamos inmersos, en cuanto atravesamos el umbral de este libro. Una sensibilidad que se dirige en todas direcciones para expandir esa nostalgia omnipresente en el grueso de estas piezas, en ese diálogo continuo de la voz -el yo, generalmente- con un mundo que responde con señales de extrañeza, y que parece descomponerse con la suficiente velocidad para que la voz atrape ese instante único. Ese sentimiento de pérdida, de cierto desmoronamiento es un mar de fondo que se ve compensado por el tono, por la manera de rozar por momentos «lo poético» (sobre todo La roca profusa, Las invasiones, Estado de sitio...) en cuanto se propone la imagen como una sugerencia, y no como una explicación. No conviene perder de vista que lo importante no es solo narrar, sino hacerlo bien, con rigor y certeza, saber en todo instante dónde se sitúa la escena, la trama, y dónde el posible el lector. Y solvencia y brillantez para que lo frágil, lo que se descompone o está a punto, lo que huye o se evapora, lancen ese destello hacia nosotros con la solidez de esta propuesta.

‘Objetos frágiles’. Autor: Inés Mendoza. Edita: Páginas de Espuma. Madrid, 2017.